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Novela «El Terror de Alicia» Autor: Miguel Angel Moreno Villarroel

Novela «El Terror de Alicia» Autor: Miguel Angel Moreno Villarroel
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Tus maestros son los que estuvieron allí antes que tú


Para todo efecto de vida siempre buscamos maestros que nos permitan entender las cosas y hacerlas mejor. Nuestra naturaleza nos exige evitar errores, eludir malas experiencias y facilitar procesos. Necesitamos guía y consejo para caminar los senderos de la vida.

Buscamos estos maestros en aulas y libros, en autoridades que no conocemos y en referentes cercanos. Acumulamos el conocimiento disponible, trazamos ruta y caminamos hacia las metas que fijamos.

Visualizamos un futuro que siempre debe ser mejor que el presente. Anhelamos un mañana “diferente”. Todo parece justificarse en lo que llega por delante, en ése fin que justifica los medios, en el futuro que redime.

Pocas veces reconocemos que los maestros, las enseñanzas y las experiencias que necesitamos para nuestros propósitos, pueden encontrarse atrás. Justamente en ése pasado que a veces se menosprecia y que siempre se quiere cambiar, por un sentido mal entendido de “superación”

Subestimamos el valor de los antecedentes, magnificamos circunstancias e idealizamos nuestra capacidad de inventar el futuro. Interpretamos mal ese consejo del “no importa de dónde vienes sino adónde vas”.

Mal, porque la verdad es que esto último sí importa, y mucho. El pasado siempre condiciona la construcción del presente y futuro. Y lo hace en todo caso para bien, pusto que quién capitaliza las experiencias pasadas, evita errores y replica aciertos.

Todos pagaríamos cualquier precio por conocer el futuro, pero poco hacemos para entender y apreciar el pasado, sea éste cercano o remoto.

Hay una idea errada de que el progreso y la evolución están esencialmente reñidos con lo precedente. Se cree, casi  dogmáticamente, que el porvenir se construye a partir del hoy y no del ayer.

Nos gusta suponer que esa persona que nos antecedió en el puesto de trabajo en realidad solo justifica nuestra presencia. Que él o ella es solo parte de la memoria, y que está allí para ser superada y resaltar el trabajo actual.

Nos vemos como protagonistas de la evolución y el inicio de la historia.

Bajo ese criterio percibimos a padres, abuelos, gobernantes, dirigentes y fundadores. A parientes mayores, antiguos colegas, profesores y otras referencias del ayer. Creemos que todos ellos son como una versión de “Windows 1” que poco aporta al aprendizaje y entendimiento del futuro.

Pero esta forma de pensar no es solo absurda, también es tremendamente ingenua. Porque es precisamente en el pasado donde se encuentran los maestros que se necesitan para consolidar el porvenir.

Harry S. Truman, el 33vo presidente de los Estados Unidos, fue posiblemente la única persona que llegó a ese puesto sin pensar, ni remotamente, en la probabilidad de hacerlo. Fue elegido sorpresivamente como compañero de fórmula del mítico Franklin Delano Roosevelt para su última campaña electoral. Y dado que éste murió poco después de asumir el mando, Truman lo sucedió.

Pocos pensaron que “el bueno de Harry” pudiera tener éxito en las funciones. Era una persona demasiado común y corriente para enfrentar los desafíos del cargo más complejo del planeta.

Pero esa sencillez de Truman le permitía apreciar cosas que el pensamiento político convencional no dejaba ver a otros. Entre ellas, el hecho de que los maestros que podían enseñarle lo que se tenía que hacer, no se encontraban necesariamente en medio de quienes lo rodeaban, más bien entre los que estuvieron allí antes que él.

Truman creía firmemente que para visualizar el futuro se tenía que conocer la historia. Y él la estudiaba con voracidad.

“Si un hombre está familiarizado con lo que otras personas han experimentado en este escritorio”, decía sentado en la Oficina Oval, “le será más fácil procesar una experiencia similar. Es la ignorancia lo que causa la mayoría de errores”.

Él vivió de acuerdo con estas palabras. Antes de comenzar a trabajar en el Comité Truman encargado de la supervisión de los gastos de defensa durante la Segunda Guerra Mundial, fue a la Biblioteca del Congreso para investigar los errores de un programa similar durante la Guerra Civil.

Antes de despedir al general MacArthur, una de las decisiones más difíciles de su presidencia, le pidió a un miembro de su personal que preparara un informe sobre la forma en que Lincoln manejó el despido del general McClellan.

Sus mejores maestros eran los que estuvieron allí antes que él. Buenas y malas decisiones ya habían sido experimentadas por otros.

Las fechas evidentemente cambian, pero la historia se repite. Siempre ha sido así.

Por eso, el error número uno que puede cometer un líder es renegar del pasado. Y el segundo, asumir que la historia comienza con él. Lo primero es una necedad y lo segundo soberbia. Y estos dos elementos son vías expeditas al fracaso.

Si algún acto o decisión tomada en el pasado fue un error, el presente otorga la posibilidad del remedio. Si por el contrario lo obrado fue acertado, el presente permite replicarlo. Remediando errores y replicando aciertos se alcanza más fácilmente la victoria.

Quién reniega del pasado se somete a circunstancias y eventualidades, y quién se asume como el inicio de la historia, se convierte en un maestro sin alumnos, o en un alumno sin maestros, que es peor.

Sucede que el pasado es una fuente poderosa de energía, y en ningún caso debe entenderse como algo muerto y enterrado.

Esa energía puede impulsar, transformar o aplastar. La persona inteligente la utiliza para lo primero o lo segundo, nunca lo último.

Desde un estado indispensable de humildad, tenemos que aprender a reconocer que solo somos eslabones de una cadena de tiempo y eventos. Si un eslabón se ajusta bien al que lo precede, tiene fortaleza para soportar al próximo. De lo contrario solo se forma una cadena débil.

Recordemos la fórmula: remediar errores y replicar aciertos.

Esto se consigue de mejor manera tomando como maestros a los que antes estuvieron allí. Si lo hicieron bien, pues a replicar e incrementar el éxito. Si lo hicieron mal, a corregir y cambiar.

¿Quiere tener una buena vida? Aprenda de sus padres y abuelos. No reniegue de ellos, aprenda.

¿Quiere hacer un buen trabajo en la función que desempeña? Aprenda de los que estuvieron en ese puesto antes que usted. No los desacredite ni juzgue con ligereza. Aprenda de ellos.

¿Quiere entender lo que sucederá en el futuro? Analice el pasado.

¿Quiere visualizar lo que el porvenir le depara al mundo? Estudie la historia.

Entre todos los maestros, no hay uno mejor que el pasado.

Fuente: https://elstrategos.com/maestros/

Boves, el Urogallo – Francisco Herrera Luque – 1972

 


Francisco Herrera Luque nació en Caracas, Venezuela, el 14/12/1927; falleció en Caracas, el 15/04/1991, fue un médico-psiquiatra, novelista, ensayista y diplomático. Entre sus obras destacan las novelas: Boves, el Urogallo, Los Amos del Valle y La Casa del Pez que Escupe El Agua.

Boves, el Urogallo, es una novela histórica muy entretenida que muestra una faceta por demás interesante de cómo, el resentimiento social y económico de José Tomás Boves, fueron la motivación principal de la acciones aguerridas, irreverentes, sádicas y sanguinaria de quien pusiera en jaque a las tropas del ejército patriota durante sus actividades libertarias.

Cuando observamos detenidamente el escudo de armas del Estado Anzoátegui, en la base del escudo, vemos una cinta que une dos cañones. En esta, la inscripción «Tumba de sus tiranos» conmemora la Batalla de Urica, librada en el Estado y en la que murió el realista José Tomás Boves, el Urogallo.

Una obra muy recomendada.

Autor: Miguel Angel Moreno Villarroel

 

 

Cómo encarar los problemas en paz


 

La capacidad de encarar los problemas en paz no solo define la calidad de los resultados que pueden obtenerse, también el estado físico y emocional con el que se emerge para atender futuras contrariedades.

En relación a la productividad, es importante definir cuándo se enfrenta un problema genuino (al menos uno que justifique actuar) y cuándo no. Puesto que muchas veces, es el propio individuo quien incrementa el inventario de sus problemas sin necesidad.

La mente y el cuerpo se condicionan cuando perciben la amenaza de un problema. Reaccionan enfocándose en él y quitan atención a otras cosas de la vida cotidiana. Esto define la productividad en el cumplimiento de tareas y objetivos.

(Tema extraído del libro: “Cómo enfrentar y resolver problemas en los emprendimientos y en la vida” de Carlos Nava Condarco)

Más problemas, menos productividad; menor productividad, mayor probabilidad de futuros problemas.

Las personas deben ser honestas consigo mismas el momento de aceptar la existencia de un problema que amerita tratamiento. Nada aprovecha el ejercicio ocioso de multiplicar la adversidad. La dinámica natural de los problemas es compleja en sí misma, y aumentarla sin necesidad es un error absurdo.

El síntoma de existencia de un problema es la perdida de paz.

Cuando una persona siente que ha perdido equilibrio en su tranquilidad interior, enfrenta un conflicto que merece atención. Gozar de un estado de relativa paz es indispensable para la productividad y el bienestar general. Cuando un factor externo altera este equilibrio debe entenderse que surgió un problema y es recomendable actuar sobre él.

Las personas se convierten en sus mayores enemigos cuando permiten que algo altere su estabilidad emocional sin justificación razonable. Los problemas “imaginarios”, las desventuras exageradas, la fatiga del “hipocondriaco espiritual”, y todas las manifestaciones de tribulación que traen mucho humo y poco fuego, constituyen un atentado imperdonable del hombre consigo mismo.

La paz interior es una red de contención frágil que tiene como sostén al propio individuo.

Nadie está particularmente atento a socorrer a nadie, menos porque hubiera perdido “la paz interna”. Cada quién es responsable de proteger su propio bienestar. Ahora bien, cuando uno mismo atenta contra él, resulta absurdo esperar que el remedio llegue desde afuera.

El equilibrio emocional debe protegerse como pocas cosas en la vida. No puede sabotearse desde adentro. Y aún los propios embates externos deben ser de envergadura para que eventualmente se vea afectado. Éste es el objetivo de encarar los problemas en paz.

La objetividad y la racionalidad deben prevalecer en la evaluación de un problema, nunca las pasiones.

El cuidado del bienestar emocional debe ser extremo, e idealmente no admitirse NUNCA que algo tenga suficiente poder para ponerlo en riesgo. Una de las pocas cosas que no se le puede quitar al hombre, es la forma en que decida entender y asumir sus problemas. El, y solo él, define hacerlo desde el plano de la objetiva tranquilidad, o desde el dominio de la angustia. Es un asunto completamente personal.

Ahora bien, en apoyo al abordaje de problemas con tranquilidad, ayuda preguntarse lo siguiente: ¿qué beneficio especial se obtiene tratando un problema con fatiga y angustia? ¿Qué se ahorra o que se evita? ¿Cuál es la ventaja?

La respuesta es evidente, aunque cueste hacerla trascender desde la lógica a la experiencia: la angustia nunca ayuda en la solución de un problema. En realidad ninguna pasión lo hace. Todas ellas solo otorgan mayor poder a la adversidad.

Desde la lógica, no es fácil entender por qué las personas encaran sus problemas sin paz, afectando conscientemente su equilibrio emocional. En esencia es algo incoherente, pero en los hechos práctica universal. La mayoría altera su estado emocional cuando enfrenta problemas. Es una rutina perniciosa que se confunde con “normalidad”. Hasta el punto que resulta extraño ver una persona “tranquila” cuando enfrenta la adversidad.

Para entender las consecuencias de interpretar como “normal” el abordaje de la adversidad desde la angustia, vale la pena recordar lo siguiente:

El elemento motriz de la actividad humana se inscribe en su dimensión no-física. Allí radica todo lo emocional, los impulsos y la voluntad. Lo físico y corpóreo sólo obedecen comandos.

La estabilidad es producto de la gestión de ésas variables en la dimensión no-física. Allí alcanzan equilibrio los elementos que generan productividad, a la vez que sosiego y paz.

La estabilidad emocional es un centro de gravedad donde “orbitan” esos elementos en orden específico. Es un “baricentro” que perfecciona el equilibrio. Un punto específico que explica el orden. Este “baricentro” ajusta una variable cuando otra se descompone y mantiene el equilibrio general. El ser humano apenas es consciente de la existencia de este “giroscopio del alma” del que depende todo el desenvolvimiento personal.

Variables que provengan del exterior y no sean manejadas bien, afectan este “baricentro”. Impiden la “compensación” e impactan en el bienestar y conducta de las personas.

La existencia de “paz” es una señal que emite la estructura emocional desde el centro mismo. La paz es producto del estado en que se encuentran las emociones motrices. Por eso se convierte en una señal. Una alerta inconfundible del “estado interno”.

Los problemas, genuinos o “imaginarios”, activan esa señal.

Para proteger la estabilidad emocional y su punto precioso de equilibrio, éstas son algunas recomendaciones que permiten encarar los problemas en paz:

1.- NO ADMITIR, en ningún caso, que la adversidad tenga poder suficiente para alterar seriamente el equilibrio emocional.

El verbo específico es ése: admitir.

La adversidad puede ser grande y su energía poderosa, pero en la persona radica la potestad de admitir que tenga efectos en el Ser. Una cosa es que el problema cause malestar, pero otra admitir el daño y convertirlo en huésped de la estructura emocional.

Cada persona tiene el derecho inalienable para franquear la entrada hacia sus emociones. Nada ni nadie más lo tiene. Cada quién posee su llave y el “derecho de admisión”. Si  se cancela el acceso a todo elemento perturbador, desde el Ser emanará siempre paz interior que acompañe en las circunstancias más complejas.

¿Es esto difícil? Sí. Pero es algo que depende exclusivamente de cada uno, y allí radica su valor.

2.- Debe entenderse que la forma más inteligente de enfrentar y actuar sobre los problemas es con racionalidad.

No con emotividad, con tranquilidad. Controlando la angustia, con serenidad. Sin apremio. Siempre con actitud positiva.

Y para que esta afirmación trascienda la comodidad de unas letras, basta hacerse honestamente estas preguntas. ¿Qué tanta ayuda proporciona la angustia en la solución de los problemas? ¿Cuánto tiempo ahorra la fatiga? ¿Qué persona “preocupada” tiene el record de problemas resueltos?

La respuesta a la adversidad es un dominio de la razón, no del corazón y menos del estómago. ¡Y ciertamente se puede encarar los problemas con paz de espíritu! Es un asunto de elección y no determinismo.

3.-  Para tener segura el área íntima de estabilidad emocional ayuda mucho establecer una segunda “red de protección”.

a) Existen determinados MOMENTOS para tratar un problema y otros en los que no hay que hacerlo.

Es necesario establecer una división física del tiempo. La solución de problemas es un trabajo: amerita esfuerzo, concentración y recursos. Pero de la misma forma que cualquier otra labor, demanda reposo y “desconexión”. En algún momento la atención debe desactivarse.

b) La tensión que provoca el tratamiento del problema DEBE exteriorizarse. Debe fluir hacia afuera y no quedarse “encapsulada” en el interior.

Cuando la tensión “explota” desde éste segundo círculo de protección, mantiene el equilibrio emocional básico y la paz en su esencial dominio.

Es un error “llevar la procesión por dentro”. El hombre no está hecho de piedra y acero; la frustración debe fluir hacia afuera. En esto funciona bien la actividad física, el diálogo con otras personas, la oración, la meditación, los pasatiempos. Cada quien con su propio catalizador.

c) El entendimiento y tratamiento del problema debe compartirse con otras personas. Esto contribuye en el esfuerzo de encarar los problemas en paz.

La ayuda es indispensable y no recurrir a ella es insensato.

Si los problemas corresponden al ámbito profesional o laboral, deben ser enfrentados en equipo. Una cosa es la responsabilidad sobre los resultados pero otra la tarea compartida.

Los grandes líderes comprometen a los demás en la solución de los conflictos. Se apoyan en ellos y extraen energía del esfuerzo colectivo. Las actitudes quijotescas no son efectivas.

Si los problemas son personales debe activarse el círculo íntimo de relaciones para compartir el esfuerzo.

Ahora bien, no se trata de compartir la “preocupación”, sino de alcanzar puntos sinérgicos que simplifiquen y alivien la presión que impone el contratiempo.

Muchas personas calculan que hacen bien a todos evitándoles la pena de compartir problemas y dificultades. Tensan la espalda y cargan solos el peso. Tarde se dan cuenta que no existe peor amigo o familiar que aquel que ha perdido paz interior y carece, a veces irremediablemente, de equilibrio emocional y salud física.

En el ineludible mundo de las tribulaciones, la máxima que guía las relaciones es “hoy por ti, mañana por mí” ¿En qué otro sentido puede entenderse la amistad o el amor de las personas?

d) Uno de los mecanismos más importantes de protección ante la adversidad es considerar SIEMPRE que todo problema es, en realidad, una oportunidad.

A todo contratiempo se le puede extraer provecho. Todo conflicto presenta la posibilidad de crecer, de fortalecerse. No hay maestro más sabio que la dificultad.

Entender que sin prueba no hay victoria constituye garantía sólida de paz, e incluso de regocijo.

Los problemas son también como ésos perros que ladraban al paso del Quijote: “ladran los perros Sancho, señal que avanzamos…”

e) En medio del conflicto, en los momentos más duros, cuando menguan las fuerzas y la frustración parece conclusión lógica, bueno es entender que la vida convoca a todos pero recibe pocos en el círculo de los que prevalecen sobre la adversidad.

Pocas cabezas se coronan, muy pocos reciben laurel. Esta no es una justa que premie la competencia, solo admite ganadores.

f) Por último, bueno es resaltar el amor que uno siente por sí mismo, el valor que se otorga.

En ésa proporción debe cuidarse la paz interior, el equilibrio interno.

Si bien existen personas bendecidas por el amor de otros, protegidas por el cariño de los demás, nadie tiene la capacidad suficiente para vivir por uno, para sentir por uno.

La vida es un desafío estrictamente personal.

Si uno no se ama a sí mismo, tampoco puede amar a los demás. Al no cuidar de sí mismo, no puede tomar cuidado de los demás. Si no tiene pena por sí mismo, nadie más se la tendrá.

La existencia es un acto de respeto permanente a uno mismo, en ello radica el valor de un hombre íntegro. De aquí la obligación de encarar los problemas en paz.

(Tema extraído del libro: “Cómo enfrentar y resolver problemas en los emprendimientos y en la vida” de Carlos Nava Condarco)

Fuente: https://elstrategos.com/como-enfrentar-problemas-en-paz/

 

La vida convoca luchadores o víctimas


 

Se puede tener, o no, un sentido positivo de la vida. Aceptar en menor o mayor medida que ella es una invitación al logro, la conquista y la felicidad. Se puede discutir sobre la sabiduría existente para entenderla, los criterios para interpretar qué es una vida de calidad o lo que debe ser “calidad de vida”. Se puede aceptar que de la vida sabe más quien se encuentra cerca de entregarla que aquel que da sus primeros pasos. Incluso se puede especular sobre la vida después de la muerte. Se puede hacer todo esto y más, ¡pero nunca se podrá afirmar que la vida es fácil!

A cada quien le llegarán los momentos difíciles, las malas noticias, las penas, los dolores. Nadie será ajeno a la enfermedad o la muerte, al desprecio, desamor y abandono. Se podrán superar las pruebas con buen ánimo y eventualmente se alcanzarán victorias. ¡Pero nadie podrá afirmar que el proceso es fácil!

Calificar la vida como “fácil” constituye un desconocimiento de su naturaleza y un acto arrogante.

Se puede argumentar que la vida es bella, o que el hecho de vivir es una bendición. Pero por ello no desaparece su dificultad, así como no deja de existir el sol porque se esté disfrutando de una noche fresca.

La vida es una lucha que empieza en la existencia temprana y acaba junto con ella. Poco tiempo tiene el hombre para mantenerse al margen de esta realidad, apenas los escasos años de la infancia y la inconsciencia. Luego es todo lucha, hasta el final.

Esta no es necesariamente una lucha por vivir, porque al final y al cabo se vive de todas formas. Es más bien una lucha por “vivir bien”, o “no vivir mal”.

Si no se pelea, la vida impone condiciones.

Al luchar el hombre trata de darle forma más benigna y beneficiosa a la realidad que enfrenta. Y  ¡de esto se trata todo! No hay un hombre, ni lo hubo, que consiguiera imponer todas sus condiciones a la vida. Se alcanza, como mucho, a darle forma favorable a las que ésta determina.

Por eso mismo el proceso de vivir es una lucha y no una conquista. Porque no existe el triunfo definitivo: una victoria solo conduce a la próxima contienda.

La vida convoca luchadores o víctimas, no existe otra categoría. Quien subestima sus rigores termina siendo víctima, quien sobrestima su capacidad concluye igual.

La vida solo respeta a quien lucha en todo momento, con el mayor esfuerzo y compromiso. Como quien no tiene puentes tendidos tras de sí.

La pelea permanente por “vivir bien” o “no vivir mal” es uno de los pocos factores comunes a esa porción del género humano que no se ha incluido entre las víctimas. Esa acción contenciosa otorga la primera y única profesión común: precisamente la de “luchador en la vida”. Todas las otras habilidades y conocimientos cumplen con sumarse a ésta.

Esa capacidad de luchar siempre, con destreza y sin desmayo diferencia unos hombres de otros. Aún entre el grupo de los que luchan.

Algunas personas hacen carne de la insoslayable necesidad de luchar siempre y se convierten en guerreros, luchadores profesionales. Otros simplemente luchan. A los guerreros, la vida no solo les depara más victorias, también mayores alegrías y reposo.

Solamente quien hace de la lucha su “profesión” esencial, puede encontrar alegrías en la refriega y reposo en la contienda.

Para el guerrero, que con el simple luchador mantiene la misma distancia que el cisne con el pato, la lucha es una condición natural, omnipresente. Y por lo tanto es también un elemento completamente neutro. Es ésa neutralidad  la que permite obtener sosiego, y paz.

En la lucha por “vivir bien” o “no vivir mal”, el guerrero con las mejores condiciones y disposición es quien consigue más victorias. Y ello define formas más benignas en las condiciones que impone la vida.

No tiene mejores posibilidades quien acumula más conocimientos y destrezas en el arte o en la ciencia. Quien las tiene es el guerrero que ha hecho de la lucha por la vida una profesión. No es el doctor o el ingeniero, no es el señor y tampoco el caballero.

La lucha por la vida no termina en la acumulación de bienes, la conquista del amor, la victoria sobre la enfermedad o en la falsa sensación de que alguna vez se alcanzan los sueños, la lucha solo termina con la vida del guerrero. Y es en plena conciencia de esto que el guerrero alcanza alegría y reposo.

Para el guerrero éxito se escribe siempre con “e minúscula”. No existe el éxito por denominación. Todo lo que se le puede arrancar a la vida es una victoria en la batalla que anticipa la próxima contienda.

Pero en ésa “e minúscula” es donde se encuentra el secreto de la alegría y el sosiego. En la posibilidad de entender la victoria y darle la relevancia que merece. Especialmente en el marco de una guerra que no ha concluido y nunca lo hará.

El guerrero entiende esto, el que tan solo lucha no, y a la víctima nada de esto le importa.

En la concepción y  formación del guerrero es un yerro fundamental afirmar que la vida es fácil. También asegurar que es un territorio de conquista. O tratar de calificar el éxito en el lenguaje permisivo de una poesía.

La vida no es nada de esto. La vida es apenas un grito que convoca al guerrero.

Fuente: https://elstrategos.com/entender-que-la-vida-no-es-facil/

 

El temor en el hombre y consejos para encararlo


 

Los problemas generan temor, y esto afecta el equilibrio racional necesario para resolverlos.

Los temores son sensaciones de inquietud que conducen a eludir o evitar algo por considerarlo peligroso o perjudicial. Se sienten, aún antes que lleguen a entenderse; están profundamente anclados en la estructura emocional. Son frecuentes, numerosos, diversos, casi omnipresentes.

A diferencia del  miedo, el pánico o el terror, los temores atacan con menos intensidad, pero tienen la efectividad del aguijón que desgasta cualquier fortaleza. Son inquilinos permanentes del Ser y sobretodo del Hacer del hombre. Casi siempre el miedo y el pánico tienen alguna justificación racional, los temores no.

Sin embargo, es otra característica la que lo convierte en un enemigo muy peligroso: el temor anticipa y condiciona el futuro.

Existe el miedo al futuro, por supuesto, pero ésta no es una cualidad intrínseca del miedo, es solo una de sus formas. En tanto que en el caso del temor es una distinción. Las personas sienten temor especialmente por lo que les puede pasar en el futuro inmediato.

El temor anticipa el problema y sus efectos.

En teoría, las personas activan los temores con el afán de preparar respuestas a posibles acontecimientos, pero en los hechos solo debilitan sus mecanismos de “defensa”. Los temores se convierten en profecías que se cumplen a sí mismas. Y esto no sucede por fatalidad, se produce por una causalidad lógica: el temor afecta la capacidad para ponderar hechos y ser coherente en la evaluación del conflicto y sus soluciones.

La única manera de enfrentar y resolver problemas es desde el ámbito racional. Ninguno se resuelve desde la trinchera emocional.

Cuando la razón flaquea, igualmente lo hace la capacidad de proporcionar respuestas a un problema.

Esta fragilidad conduce justamente al resultado que el propio temor se encarga de anticipar. Ése es el drama: los temores terminan por convertirse en realidad.

El miedo, el terror y todas sus variantes, constituyen una reacción a determinadas circunstancias, los temores no. Aquellos son habitualmente intensos y pasajeros, los temores no. El miedo muchas veces condiciona la naturaleza de las respuestas y las fortalece, recurriendo a reservas de energía creadora. Pero los temores no, éstos solo intranquilizan, no tienen y no producen, ningún tipo de fuerza positiva.

Los temores fagocitan cada partícula de energía.

El hombre tiene pocos enemigos más poderosos. Y con ninguno se comporta con tanta indiferencia y desinterés.

Las personas cohabitan con el temor. Al punto que su calidad de vida se mide en términos de los que hayan podido superar. Su libertad es una consecuencia de la victoria que, eventualmente, alcanzan sobre ellos.

La historia de un hombre puede ser entendida por medio de la historia de sus temores.

Combatirlos es difícil: anidan en la mente; tienen origen y desarrollo allí. Y solo accediendo a la dimensión mental pueden ser abordados.

El estímulo externo es marginal. Pueden existir, evidentemente, hechos que razonablemente activen temores. Pero son más numerosos los que emergen “desde adentro”, como producto de procesos mentales aislados de los hechos.

Un temor se diferencia de una “posibilidad” porque esta última responde a una evaluación lógica, en tanto que el primero es una condición emocional. La “posibilidad” de que suceda algo puede considerarse para tomar decisiones, pero cuando esta “posibilidad” activa un temor, ha dejado de convertirse en una “posibilidad” para constituirse en una entidad con dinámica propia. Si el temor se activa, la “posibilidad” como tal desaparece.

Ahora bien, ¿qué causa este proceso mental que convierte el análisis de una “posibilidad” en un temor?

Simple: la inseguridad y la inherente debilidad de carácter. Las personas inseguras son víctimas habituales del temor. Y la inseguridad es síntoma de debilidad de carácter. Para evitar que los temores tomen control  del estado emocional, la persona debe tener seguridad y confianza en sí misma. Y no es que esto evite la aparición de temores, pero permite controlarlos.

Para la persona segura de sí misma (de lo que es y hace), los temores son como una bandada de murciélagos en una caverna oscura. Producen ruido, aprehensión e incomodidad, pero lo más probable es que no causen daño.

Los problemas son como una caverna oscura: desagradables e intimidantes. Pero transitar de la aprehensión al temor, es lo mismo que deducir que los “murciélagos harán efectivamente daño”.

La persona segura de sí misma transita sus cavernas con incomodidad, recelo y disgusto, pero interpreta la presencia de los murciélagos como parte del entorno. Así, los temores pueden tener un medio natural entre los problemas, pero no se convierten en un perjuicio.

No es cuestión de ignorarlos, de la misma forma que no se puede hacer abstracción de los murciélagos en la caverna, se trata que no tomen control y condicionen la experiencia.

Las únicas personas que no tienen problemas están muertas.

El tránsito por la “oscuridad” es inevitable. De allí la necesidad de aprender a situar todo “murciélago” en su contexto.

Por otra parte, es obvio que la vida no es una suma interminable de problemas, y por lo tanto nadie está condenado a vivir en una caverna. La claridad que existe fuera (la inexistencia de problemas), anula la presencia de “murciélagos”. Alcanzar esta claridad es el objetivo. Pero el hombre inseguro siempre alberga dudas, y ello lo retiene en la oscuridad.

Ahora bien, la claridad o inexistencia de problemas se encuentra en una ruta llena de cavernas, es cierto. La claridad es parte de la ruta tanto como la oscuridad. Solo hay dos elementos variables en ésta dinámica: la longitud de la ruta y la forma en que se la transita. La longitud está definida por el objetivo del viajero y su plan de viaje. Las personas conciben y programan su vida de manera diferente. Quienes se plantean metas ambiciosas, transitan rutas más largas y pueden llegar más lejos. Las que definen un curso más conservador, transitan (y consiguen) menos.

Los que establecen objetivos mayores encuentran más cavernas, ¡pero también más claridad! Ellos no inician viaje pensando en oscuridad, aman la claridad, el triunfo, la victoria. Están conscientes de los problemas que encontrarán, pero emprenden viaje seguros de lo que quieren y pueden hacer. Los otros emprenden viajes cortos y quedan en el camino. También aman la claridad, pero éste amor es superado por el temor a la oscuridad.

Y cuando el amor a la vida es superado por el temor, aquel no es genuino, y no hay razones que sustenten el deseo de viajar.

El amor justifica y sostiene el viaje por la vida. Pero la racionalidad permite superar los obstáculos que se presentan en cada caverna. Algunos no tienen ni lo uno ni lo otro.

Los problemas importan, los temores no. Todos los problemas tienen solución, pero los temores son carga muerta. Cada problema trae consigo un mundo de oportunidades, el temor solo sufrimiento, frustración y derrota.

Los problemas son, muchas veces, efecto de errores o productos del azar. Los temores son siempre vástagos del equívoco.

Todo temor conduce a un error,  a una equivocación, a un  paso en falso. Los problemas obligan a las personas a encontrarse con lo mejor que tienen: convicciones profundas, fe, reservas de energía y creatividad. Los temores succionan todo lo positivo.

Los problemas colocan al hombre en un estado de tensión dinámica. La misma que un tigre tiene el momento de atacar a su presa. Los temores en cambio, lo dejan en estado de laxitud. Esta es la triste comparación que existe entre un tigre y una babosa. Y mientras la naturaleza no permite que el tigre que se comporte como una babosa sobreviva, sí accede a que el hombre lo haga.

En la vida es indispensable tener la capacidad de sentir pena por uno mismo. Esto es lo único que en última instancia puede despertar el amor propio y activar las defensas naturales que se tienen para transitar las pruebas y superar el temor.

En la faceta de “construcción de temores” la mente es frágil y traiciona. En tanto se presume que es arma poderosa, con el temor rara vez puede vencer. No depende de ella evitar que el “tigre se convierta en una babosa”. Es necesario algo de mayor poder.

Hace más de dos mil años, Jesús de Nazareth dejó establecida la Regla de Oro: demandó que “amaramos a nuestros semejantes como a nosotros mismos”. Así estableció la fórmula para el desarrollo integral. El amor propio es fundamento del bienestar, pues evita que la criatura más poderosa del planeta se convierta en caricatura de sí mismo.

Activa la pena y provoca un cambio de condición. Despierta la racionalidad cuando es necesaria para superar un problema. Impide que el temor dictamine el Ser y el Hacer. El amor propio, por último, es el que evita que un tigre termine siendo una babosa.

El amor propio es condicionante para el amor por la vida, permite que el viaje tenga más luz que oscuridad,  beneplácitos que problemas, más éxitos que fracasos, menos “cavernas y murciélagos”.

En verdad, nada sabe del amor quien no se ama a sí mismo. Y éste es probablemente, el único temor que es válido sostener.

Fuente: https://elstrategos.com/el-temor-en-el-hombre/