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Comunicación estratégica: habla bajo, despacio y poco

Imagen de Sasin Tipchai en Pixabay

Para el Pingüino Amarillo la comunicación estratégica es ésa en la que se logra emitir y recibir favorablemente lo que se desea. Hay diferencia entre este tipo de comunicación y otras. Y precisamente la distinción es aquella que caracteriza en todo a la Estrategia: la obtención de ventajas competitivas.

Saber escuchar es, posiblemente, la mejor forma de establecer una ventaja en la comunicación interpersonal y colectiva. Pero tener la capacidad de decir apropiadamente lo que se quiere, es el complemento indispensable.

Con mucha cacofonía y propiedad lo decía el célebre John Wayne: “speak low, speak slow and don’t say much” (habla bajo, habla despacio y no digas demasiado).

Para el pensador estratégico pocas cosas son tan importantes como una buena comunicación. Ella es el punto de inicio de ése circuito que se necesita controlar: acto-pensamiento-emoción-acción. Las palabras son fundamentales porque son el acto que genera la reacción que se busca.

Si algo dicho puede producir efectos en cadena, cuánto más el conjunto que forma un mensaje o una conversación. Controlar eficazmente esto es tremendamente complejo.

¿Cuál es entonces la solución efectiva?

Sencillo: hablar bajo, despacio y poco. Esta es la lógica de la comunicación estratégica.

Hablar bajo es hacerlo con poco volumen, sin elevar la voz. Ciertamente el desenvolvimiento de la alocución podrá hacer propicio el énfasis de ciertas cosas, pero en general la comunicación debe realizarse en voz baja.

Hay un motivo práctico para esto: se consigue mayor atención y enfoque de quién escucha. Es simple, como todo lo que busca la Estrategia.

A mayor atención, mejor comprensión.

Puede suponerse en algún caso que una alocución con alto volumen en la voz puede conseguir igualmente atención de quién escucha. Pero hay una diferencia sustancial. La voz alta incomoda, intimida y puede provocar molestia. Y si nada de esto se encuentra entre los objetivos del pensador estratégico, entonces no aplica para bien.

La voz baja genera mejor ambiente, promueve comodidad y confianza. En ciertas ocasiones puede incluso transmitir una sensación de intimidad que disminuye el ruido y la resistencia. Todo esto es terreno fértil para quién desea establecer algo con claridad y precisión.

Por otra parte, hablar bajo es un acto que distingue a la persona dueña de sí misma y debe convertirse en un hábito. Las emociones pueden traicionar en cualquier momento, y nada hay más propicio para eso que una discusión. Y para buen entendedor, queda explicito que toda discusión está sazonada por interacciones en voz alta y gritos.

Para la comunicación estratégica, hablar bajo ayuda a construir el “control de la situación” que tan preciada es para el que busca obtener una ventaja competitiva.

Ahora bien, hablar bajo debe acompañarse con hacerlo lentamente. Esto otorga esteroides a la fórmula y maximiza los efectos positivos.

Cuando se habla despacio se cometen menos errores, se evitan los accidentes verbales y se asocia de mejor forma el pensamiento con la lengua. Atropellar a alguien con palabras no solo es de mal gusto, también constituye un gasto de energía y conlleva riesgos innecesarios.

El que habla demasiado se expone, y el que lo hace con rapidez, se expone rápidamente.

Un argumento es un conjunto de ideas y premisas que se exteriorizan por medio de palabras hilvanadas. Y ellas tienen campo fértil cuando el “timing” juega a favor y no en contra. Quién habla despacio “engrana” mejor los eslabones y fluye con más comodidad.

Cuando se habla bajo y despacio, la atención del interlocutor se incrementa doblemente. Luego todo lo demás forma parte de la calidad del mensaje que se desea transmitir. En la comunicación estratégica la forma vale tanto como el fondo, porque aquella es frecuentemente responsable del fracaso en la exposición de éste.

Hablar bajo y despacio nada tiene que ver con murmullos o susurros, puesto que la persona segura de sí misma y de lo que quiere decir, no necesita otra cosa. La seguridad, confianza e incluso la prestancia, están mejor representadas en el lenguaje sereno y pausado. Éste siempre tiene mayor probabilidad de ganar un argumento, entre otras cosas porque yerra menos.

Y por último, hablar poco. Esto completa y perfecciona la comunicación estratégica.

Siempre es mejor quedar en deuda respecto a lo que se expresa que convertirse en deudor de lo que se dijo. Hablar poco cuesta menos que hacerlo en demasía.

Muchos asocian la claridad de los mensajes con el volumen de las palabras. Pero pocas veces esto es cierto. Así como el énfasis en un editor de texto queda establecido con “negrillas o cursivas”, así también se establece mejor en un diálogo con repeticiones sutiles o entonaciones. No es necesario hablar más de la cuenta.

El pensador estratégico nunca es evidente en sus actos. Se asegura siempre de ser quien “cierra la puerta” luego que todos han entrado o salido. De esta manera consigue prevalecer sobre otros. Y un aliado valioso en este empeño, es decir poco y dejar pensando a los demás.

Las palabras son, para el Pingüino Amarillo, semillas que siembra en sus interlocutores. Su intención es que de ellas brote lo que desea, poco a poco, sin intromisiones o derroches de energía. Y esto no se consigue echándolas a diestra y siniestra, más bien con cuidado y puntillosamente, en cada uno de los surcos que se han trabajado en la mente de los demás.

Quién habla poco recuerda mejor lo que dijo, y esta es otra forma de construir progresivamente los argumentos, evitando errores y malentendidos.

¡No tenga temor de no ser suficientemente claro por no extenderse con la dialéctica! La claridad de los argumentos es muy parecida a la luz del día, no dura solo un momento, siempre hay más tiempo que se puede aprovechar. Y tampoco lo olvide: es más sencillo agregar que quitar. Esta es una máxima inmutable de la comunicación estratégica y del arte que representan las palabras.

Abraham Lincoln fue uno de los líderes que mejor cultivó el arte de comunicarse con los demás. Su dominio del lenguaje nos llega desde su remoto tiempo hasta la actualidad. Y con respecto al posible riesgo de ser austero con las palabras bien dijo lo siguiente: “mejor es callar y que sospechen de tu sabiduría que hablar y eliminar cualquier duda sobre ello”.

Tampoco olvide a John Wayne: “speak low, speak slow and don´t say much”. Hable bajo, despacio y poco. De eso se trata la comunicación estratégica.

Fuente: https://elstrategos.com/comunicacion-estrategica/

Twitter: @lecheriateve 


Artículo ¡Puede ser inversionista sin tener dinero! (y de los mejores)

Imagen de Steve Buissinne en Pixabay

Es más. ¡Puede ganar mucho dinero sin invertir dinero! Esta afirmación no es publicidad barata. Es una de las verdades más grandes que existe en el universo. El dinero no califica de ninguna manera a un inversionista, sus actos son los que lo hacen. Invertir es un verbo, no un estado.

Aunque es una afirmación trillada, vale la pena recordarla: la fortuna financiera es un resultado, no un objetivo. La plata se cosecha como efecto de hacer algo. No existe nada parecido al acto de “hacer dinero”.

La falta de entendimiento de esta lógica elemental, produce millones de personas frustradas y amargadas. Seres que se vuelven acreedores de la vida y todas sus potencialidades.

Plantearse el dinero como objetivo no solo es natural y legítimo, también es una medida inteligente. Finalmente es un recurso de enorme importancia para desenvolverse con eficacia y comodidad en este mundo.

Inversionista no es quién tiene dinero, más bien quién no lo tiene pero desea obtenerlo.

¿Parece contra-intuitivo? ¡Pues no lo es, en absoluto! Las inversiones siempre se hacen en el proceso, no en el resultado. Nada invierte el atleta una vez que ha ganado la competencia, en realidad empeña todo esfuerzo y recurso para vencer la justa.

La semilla antecede al árbol, aunque luego éste mismo produzca más semillas.

La lógica de invertir tiene raíz en un acto que ha permitido todo el desarrollo de la humanidad: el sacrificio.

La definición básica de éste es: “esfuerzo, pena, acción o trabajo que alguien se impone a sí mismo para conseguir o merecer algo o para beneficiar a alguien”. El “merecimiento” es siempre una consecuencia del trabajo.

Si se quiere ser el mejor alumno o profesional del grupo, se debe marginar lo que no conduzca a dicho fin. Invertir tiempo en el estudio involucra sacrificar tiempo de ocio o diversión. Destinar esfuerzos para convertirse en el profesional destacado, representa sacrificar recursos que pudieran destinarse a los amigos o la familia.

¡No hay mucho misterio en esto!

El “sacrificio” es el motor de todas las actividades humanas. Y si no se entiende su lógica y poder, pocas cosas de valor pueden hacerse. En este sentido la vida es un proceso de “suma cero”, lo que se adiciona en algo se resta de otra cosa.

Los conceptos de inversión y sacrificio son hermanos gemelos. Si se invierte energía en algo, se la sacrifica para otro destino.

¿Cuáles son, en este sentido, los recursos de un inversionista?

Pues, ¡todos los que tenga a su disposición! Siempre hay algo que puede “sacrificarse” para obtener otra cosa.

De hecho, lo primero y más importante que puede invertirse es la propia vida. Ella está a disposición de todos, y es seguramente el activo más valioso que hay. Cuando se invierte la vida con un propósito específico, y se sacrifica en el empeño lo que corresponde, se halla lo que se busca.

Ahora bien, ¿cuántos pueden decir que están invirtiendo adecuadamente su vida? Posiblemente tengan claro lo que quieren, pero abordan el sacrificio con la lógica del menor esfuerzo y minimizan las “incomodidades”.

Es simple. Si quiere hacer algo específico de su vida, hay muchas otras cosas que deberá desestimar. Nada gratis hay en la existencia. Todo responde al hecho de honrar los costos y “sacrificarse”.

Quienes tienen aprecio por el objetivo de ganar dinero, pueden invertir muchos aspectos de su vida en ello. Y si lo hacen bien y pagan los costes correspondientes, lo obtendrán. Por otra parte, si el dinero no es el objetivo principal, entonces tendrán que sacrificar algo de éste para obtener lo que quieren.

El buen inversionista tiene primero claro lo que está dispuesto a sacrificar para alcanzar sus metas. El dinero no es ningún tipo de medio para eso.

Tiempo y energía.

Invertir tiempo es una ruta corta y efectiva para ganar dinero.

El tiempo es un activo muy valioso. Y si se lo sacrifica en el empeño, siempre honra los propósitos. Ahora bien, el inversionista sagaz no sacrifica su tiempo por poco dinero, ¡no tiene sentido! Nada bueno hace quién hipoteca su vida (que precisamente es tiempo), por unas monedas.

Muchos sistemas de trabajo llevan precisamente a ése punto: grandes sacrificios de tiempo por poco dinero. La lógica del empleo convencional es una muestra de ello. Inversiones diarias de 8 horas o más a cambio de un estipendio mensual. Este es un sinsentido casi existencial.

Gran número de personas lo hacen sin apenas darse cuenta. Y cuando se les hace reparar en ello exponen un conjunto interminable de “buenos argumentos”. Entre otros, la “imposibilidad” de hacer algo diferente, el riesgo o la falta de oportunidades, las inequidades del sistema, etc. Pero la verdad es más simple: poco evalúan la necesidad de sacrificar cierta comodidad, estabilidad y seguridad de corto plazo para darle mayor valor a su inversión.

Quién invierte su tiempo por dinero debe ser sanamente ambicioso en el emprendimiento. Esto representa “sacrificar” las pequeñas cantidades de dinero que otorga el corto plazo, por mayores rendimientos en el futuro. Hay que sacrificar monedas, para conseguir billetes. ¡No es fácil!, especialmente si se ha construido un sustento de vida que se fundamenta en las monedas.

No hay juicios morales en esto. Cada quién define lo que quiere. El inversionista que dispone su tiempo por dinero, puede obtener más o menos de éste, todo depende del sacrificio que interponga.

Por otra parte, hay que tomar cuidado de lo que representa la dispensación de energía. Porque si por una parte el tiempo no se recupera, la energía se agota. En realidad, es la energía la que determina la calidad del tiempo que se usa.

El inversionista que invierte tiempo para obtener dinero, debe enfocar su energía en el proceso de manera inteligente. Siempre puede sobrar tiempo en cuanto la energía se ha agotado. Por esto es importante el enfoque. Mientras se sacrifique energía en periodos cortos de tiempo, tanto mejor, especialmente si el objetivo es dinero.

Inversionistas de tiempo por dinero deben cuidar su energía, evitando destinarla a otras cosas cuando se encuentran en el empeño. Por esto es vital medir bien la evolución de los resultados y saber aceptar las pérdidas cuando sea razonable. ¡Mucho cuidado con la perseverancia!, porque cuando está mal entendida solo consume valiosa energía.

Inversión de ideas, conocimientos y otros.

El dinero es un bien fungible, las ideas son un activo. Hay más dinero disponible en este mundo que buenas ideas o conocimientos sobre los que pueda ser aplicado. En este sentido, las ideas y conocimientos son recursos valiosos para obtener dinero.

Pero aquí aplica lo mismo que en el caso anterior: en tanto más dinero se quiera obtener por ideas o conocimientos, tanto más dinero debe sacrificarse en el corto plazo.

Es razonable suponer que las ideas tienen correlación con las escasas personas creativas y con imaginación en este mundo, pero no todas ellas entienden la mecánica de inversión que se viene tratando. Por otra parte, el conocimiento está al acceso de todos, sea cual fuese el campo que abarque.

No es que estos recursos sean inexistentes, se trata, como en los casos anteriores, de la disposición para desarrollarlos (sacrificando otras cosas), y la inteligencia para invertirlos en el afán de conseguir dinero.

Inversionistas fundamentados en talentos, aptitudes, dones, destrezas especiales, etc.

Cada ser humano es único, incomparable y distinguido. No hay uno que no destaque en algo con relación a los demás. Y ello es, por supuesto, móvil idóneo para invertir en busca de dinero.

La pregunta es, ¿cuántos orientan su vida basados en estos aspectos?

Lo cierto es que condicionamientos atávicos de educación familiar y social desarrollan una “mentalidad de manada” de la que pocos escapan. Y por esto hay tantos individuos que se consideran sinceramente incapaces de levantar la cabeza y sobresalir sobre los demás.

La mayoría está acostumbrada (ésa es la palabra apropiada), a pensar que solo el dinero puede producir más dinero. Y como esto no es una norma, entonces resulta cómodo aceptar los sinos del destino.

La comodidad es siempre la antítesis del sacrificio.

Un apunte final.

Nada de esto es nuevo. Desde los inicios de la humanidad está planteado el carácter de las inversiones y los sacrificios.

Las escrituras más antiguas tratan el tema incluso como un imperativo. La historia bíblica de Caín y Abel es una muestra. En ella Dios reconoce favorablemente una ofrenda (la de Abel) y desprecia otra (la de Caín). La primera corresponde con el sentido intrínseco del sacrificio y la segunda con la comodidad.

Porque en tanto más valioso sea el sacrificio, tanto mejor el resultado. Hay proporciones cualitativas y también cuantitativas en esto. La historia dice que Abel sacrificó las mejores piezas de su ganado en tanto su hermano aplicó el menor esfuerzo y costo. Luego acontece el resto: un hermano mata al otro por envidia y venganza.

Así son las cosas desde siempre. En lugar de entender el valor del sacrificio que algunos hacen para conseguir lo que desean, se enarbola crítica y juicio sobre el exitoso.

Por último, es obvio que el calificativo también le corresponde al inversionista que dispone de dinero para ganar más dinero. Pero en ello hay más de mecánica que de sentido profundo. El dinero es un recurso que puede reproducirse, pero a este punto generalmente solo llegan los que primero han entendido todo lo anterior.

Invierta bien su vida y tendrá todos los beneficios que la existencia promete. Posiblemente esta es la mejor máxima de rentabilidad que hay sobre la tierra.

Fuente: https://elstrategos.com/inversionista/

Twitter: @lecheriateve 




El genio otorga victorias, pero la humildad te hace invencible

Imagen de pasja1000 en Pixabay

Napoleón fue posiblemente el STRATEGOS más grande de la historia. Un maestro en las artes de la guerra y uno de los mayores líderes que el mundo ha conocido. Su larga y exitosa trayectoria culminó en Bélgica, cerca de un pueblo llamado Waterloo. Allí, este eximio general fue derrotado por un militar británico menos conocido: el duque de Wellington. En ésa tarde del domingo 18 de junio de 1815, la humildad venció al genio.

Bien lo atestigua esta historia: el genio puede conducir a muchas victorias, pero solo la humildad trasciende la derrota.

Wellington se enfrentó en batalla a Napoleón solo una vez, precisamente en los campos de Waterloo. Antes de eso comandó tropas en otros escenarios de la conflagración europea, pero no tuvo la oportunidad de encontrarse con el genio. Cuando le preguntaban su opinión de Napoleón respondía: “detesto al hombre, pero respeto al guerrero”.

Cuando el “pequeño corso” escapó de su exilio en la isla de Elba y regresó al continente europeo, las naciones que se le oponían (Gran Bretaña, Prusia, Rusia, Austria), formaron rápidamente ejércitos para enfrentarlo. Y decidieron, por unanimidad, ponerlos bajo el mando de Wellington, el hombre que nunca había sido derrotado en batalla por los franceses.

El zar de Rusia se refería a Wellington como “el conquistador del conquistador de naciones”. El duque inglés no se daba por honrado con estos halagos. El oficio militar era para él un deber y una responsabilidad, no un vehículo para alcanzar la gloria.

Para enfrentar a Napoleón, Wellington adoptó una actitud de incomparable valor: humildad.

La persona humilde expone, entre otros, los siguientes valores:

  • Comprende la igualdad y dignidad de todas las personas.
  • Valora el trabajo y el esfuerzo.
  • Reconoce, aunque relativiza, las virtudes propias.
  • Reconoce sus propias limitaciones.
  • Actúa con modestia, sencillez y mesura.
  • Escucha a los demás y tiene en cuenta sus opiniones.
  • Respeta genuinamente a las personas.

La persona humilde se reconoce igual que los demás, y desde este punto no se subestima a sí mismo ni a nadie más. No tiene sentimientos de superioridad o inferioridad.

¡Hay mucho poder en esto!

Es posible que en el inventario de conocimientos, cualidades o destrezas, existan diferencias entre el ser humilde y los demás. A favor en algún caso y en contra en otros. Pero al aplicar la lógica de la “igualdad”, estas diferencias desaparecen. Si la persona humilde tiene cualidades superiores, su actitud le evita confiar demasiado en ellas. Y si tiene desventajas, las anula en los entramados mentales y emocionales.

En la batalla de Waterloo, Napoleón era para Wellington, un igual.

Para honrar la lógica de la igualdad y evitar las desventajas, la humildad valora el trabajo y el esfuerzo.

La persona humilde confía en el trabajo y el esfuerzo mucho más que en su eventual genialidad. Hace la tarea con mayor ahínco que todos los demás. Aprende de las derrotas y fracasos en mayor medida que los aciertos.

Con trabajo y esfuerzo se maximizan fortalezas y se minimizan debilidades. Los dos factores juegan siempre a favor.

Hay quienes se concentran en sus virtudes y las utilizan para prevalecer, y otros que lo hacen en sus debilidades para exponerse menos. Pero la persona humilde se esfuerza y trabaja para hacer ambas cosas a la vez. ¡Hay enorme diferencia en esto!

Bien dicen que el éxito es la suma de una gota de genialidad y muchos litros de transpiración.

Wellington se preparó mucho más que Napoleón para el desenlace en Waterloo. De hecho escogió el terreno, lo estudió y preparó para todas las eventualidades que pudieran acaecer. Napoleón confió en sus destrezas, la experiencia de sus mariscales y generales, el número y la calidad de sus tropas. Wellington no confió en nada y se esforzó en trabajar cada detalle.

La humildad reconoce las virtudes propias, pero las relativiza.

Etimológicamente la palabra humildad proviene del término latín “humiltas”, que a su vez proviene de la raíz “humus”, que quiere decir tierra.

La persona humilde “baja a tierra”. De alguna manera “se reduce” y se “empequeñece” por criterios de funcionalidad. De esto se trata la “relativización”.

Las personas engreídas y soberbias (muchas veces por efecto de sus propios méritos), no saben nada de esto. Reconocen y valoran mucho sus virtudes y nunca las relativizan. Esto los acerca eventualmente a las victorias, pero los aleja de la invencibilidad.

Cuando se relativizan las virtudes propias, emergen con mayor claridad los defectos y debilidades. Y cuando se trabaja intensamente en estas últimas (porque no se encuentran empañadas por las otras), el conjunto crece.

Wellington nunca había sido derrotado por las tropas francesas en batalla. Pero en Waterloo relativizó ése hecho y se concentró en trabajar debilidades y posibles eventualidades.

La persona humilde reconoce sus limitaciones.

No es lo mismo una debilidad que una limitación. Las primeras tienen carácter estructural, en tanto que las segundas dependen de las situaciones y circunstancias.

En determinado momento y lugar puede haber limitaciones inexistentes en otro contexto. Reconocer esto evita la sobreexposición y el error. Cuando no existe la necesaria humildad, se subestiman los límites de coyuntura y se yerra. Ése es el error de la soberbia: pocas veces reconoce las fronteras de su propia capacidad, aun cuando estén claramente presentes.

Una cosa es reconocer límites y otra limitarse. La persona humilde nunca hace esto último, pero siempre tiene presente lo primero.

El ejército de Napoleón era limitado para enfrentarse simultáneamente a las fuerzas inglesas y prusianas. Por ello el emperador intentó dividir ambos ejércitos y enfrentarlos por separado. Pero no hizo bien la tarea. No se esforzó lo suficiente. Como consecuencia del error, en los momentos definitorios de la batalla el ejército prusiano arribó al lugar y sumó fuerzas para derrotar definitivamente al genio galo.

Wellington, por otra parte, siempre estuvo consciente que sin la ayuda de los prusianos no podría vencer. Y cada una de sus tácticas en la campaña estuvo orientada a evitar esa limitación, empezando por la relación que construyó con Von Blucher, el general de Prusia que comandaba ésas fuerzas.

La humildad se fundamenta en la modestia, sencillez y mesura.

Nada de vanidad ni ostentaciones. Porque en esto se puede perder, en tanto que la modestia, la sencillez y la mesura no pueden ser derrotadas.

El triunfo y el fracaso son eventos, no son estados. Quién gana hoy puede perder mañana, y viceversa. La vanidad es un estado que al caer produce estrépito, la modestia trabaja cerca de la tierra, y desde ella nunca se cae.

La imprudencia termina con cualquier genio, en tanto la mesura arriesga poco y puede ganar mucho.

Por último, la persona sencilla evita los laberintos de la complejidad y accede más fácilmente a la salida. Invierte menos energía y tiempo en el cometido. Por esto mismo es más eficiente.

Ciertamente los registros reservan un lugar de privilegio para el genio y figura de Napoleón. Wellington parece un actor de reparto en la obra que protagoniza el gran corso. Pero si se hace un análisis minucioso de la historia, el destino de la civilización humana, luego de aquella tarde de domingo en Waterloo, quedó definido por la victoria de la humildad sobre el genio.

Hay un espacio pequeño para Wellington detrás del estrado que ocupa Napoleón en el imaginario histórico, pero de esto mismo no reniega la humildad, porque así lo prefiere.

Reconocimiento y respeto sea otorgado al genio. Esta es muestra de necesaria consideración, porque las bendiciones le están reservadas al humilde.

 Fuente: https://elstrategos.com/humildad/

Twitter: @lecheriateve 




Procesar fracasos es cobrar el éxito por adelantado

Imagen de Sasin Tipchai en Pixabay

No hay mucho misterio en esto. Las personas que desean alcanzar aquello que más quieren en la vida deben ser eximias en la tarea de procesar fracasos. No importa el área de referencia. Es igual si se trata de objetivos personales, profesionales, de negocios o de amor. Si no se sabe superar diez caídas, no se alcanza un acierto.

Es curioso. En la vida no existe camino que pueda conducir al éxito si se quieren eludir las sendas que llevan al fracaso. Solo conociendo (y viviendo) las derrotas, puede alcanzarse la victoria.

Las bendiciones de la vida exigen ciertamente trabajo, paciencia, esfuerzo y habilidad, pero solo con esto no se perfeccionan. Es indispensable “morder el polvo” del infortunio y el dolor de la pérdida.

Por otra parte, saber procesar fracasos no solo permite alcanzar el éxito, también define el grado de satisfacción y la manera en que se disfruta la victoria. Porque los que no procesan bien el infortunio, llegan muy afectados a la meta y son incapaces de disfrutar sus galardones.

No se trata por lo tanto, únicamente de “superar” fracasos, hay que saber procesarlos.

Esto último se facilita si se toma conciencia de dos aspectos básicos:

1.- No existe NINGÚN tipo de éxito sin experimentar el fracaso.

2.- Son muchos los fracasos que deben experimentarse antes de alcanzar un acierto.

Si estos dos hechos se asumen con naturalidad, la vida entrega dócilmente los premios que se le piden.

Ahora bien, asumir esto “con naturalidad” significa hacerlo con el mismo talante que se adopta para el éxito. Es necesario procesar los fracasos con dosis importantes de aceptación y contento. Aceptar es el antónimo de rechazar. Y tener contento es lo opuesto de dolerse por la pérdida.

¿Queda claro?

Si se rechaza el fracaso, automáticamente se rechaza la victoria. Si no se tiene sano contento con la pérdida, la ganancia tampoco traerá satisfacción. Así son las cosas, y vaya a saberse a qué tipo de designio obedecen estas leyes.

Carl Jung decía: “lo que resistes, persiste”. Así pues, cuando se rechaza la pérdida, el hecho se repite, las condiciones empeoran y el infortunio no cesa. Y cuando los malos momentos no se procesan con tranquilidad y contento, amargan el alma, inhabilitándola para disfrutar la victoria.

Aceptación y contento. Esos son los ingredientes para procesar fracasos. A ello se puede sumar una buena dosis de fe y paciencia, pero luego de haber dominado lo primero. La fe está sólidamente anclada en el futuro, pero nunca exime de los tropiezos del camino. La paciencia es indispensable para tener el tiempo como aliado y no como enemigo, pero tiene poco poder si no es precedida por la sana aceptación y el contento con lo que pasa.

Cuesta muchísimo aceptar los reveses en la vida, y es aún más difícil hacerlo con cierto gozo. Por esto muy pocos pueden considerarse genuinamente bendecidos. Bien lo establece la afirmación bíblica, estrecha es la senda de los elegidos.

El minero acepta con buen talante la existencia de las toneladas de tierra y roca que esconden la preciosa pepita del oro que busca. Nunca rechaza la existencia del muladar, ni asume una relación proporcional entre aquél y el precioso metal. Sabe bien que la tierra es guardián gentil de la recompensa que busca.

¿Es acaso difícil colectar, transportar o almacenar pepitas de oro? ¡En absoluto! Lo difícil es procesar las toneladas de tierra, fango y piedra que las cobijan. En esto se demanda la experticia del minero.

Se distinguen los seres humanos en la forma de procesar fracasos, nunca en el éxito que han conseguido. Porque cuando eventualmente acontece la victoria sin el costo que representa la derrota, llega atada a una cadena de condenación. Sufre mucho el afortunado con solo pensar que puede perder lo obtenido.

Quién alcanza lo que quiere luego de haber aceptado sereno el costo del fracaso, no teme perder lo que ha obtenido. Por esto mismo no tiene apego y es libre.

Porque triste es vivir apegado a lo que se tiene. Es una manifestación de mentalidad de escasez y miseria. Nada más.

Algunos dirán: evidentemente la vida da y la vida quita, por esto mismo… bendita sea la vida. Pero no es así. La vida siempre da. Lo que sucede es que da pérdidas y ganancias. Si las primeras no se procesan igual que las segundas, surge la sensación de una dicotomía.

Procesar fracasos es un arte, pero es uno indispensable para la vida. No hay ciencia para ello. Es cuestión de actitud. Nada llega gratuitamente en la existencia, mucho menos el éxito. Y su costo no es trabajo, sacrificio, conocimiento o habilidad. Su costo es el fracaso.

¿Quiere decir esto que se le debe hallar gusto a la derrota? No necesariamente. Pero sí se la debe asumir con la misma naturalidad que se dispone para la victoria. Con ésa paz de espíritu que nunca reniega de la realidad, sea ésta la que se desea o no.

El “ethos del guerrero” afirma que la sabiduría consiste en aceptar la realidad como es, no como se quisiera que sea, y el coraje en actuar coherentemente con ello.

Wayne Dyer, cuando se refería a ése ideal de persona sin “zonas erróneas” decía:

“Cuando se está cerca de una persona libre de Zonas Erróneas se nota la ausencia de lamentos e inclusive de suspiros pasivos. Si llueve, les gusta. Cuando hace calor lo disfrutan en vez de quejarse. Si se encuentran en medio de una congestión de tráfico, o en una fiesta, o completamente solos, sencillamente actúan de la mejor manera posible. No se trata de disfrutar de todo lo que sucede, sino de una sabia aceptación de lo que es, de una rara habilidad para deleitarse con la realidad.”

Posiblemente esta afirmación contiene la sustancia para procesar fracasos: adquirir ésa rara habilidad para deleitarse con la realidad.

Porque los fracasos en la vida son finalmente eso: una realidad.

Levante el ánimo. Recoja los hombros. Mire más el cielo que la punta de sus pies. Que las derrotas no le marquen una arruga en la frente ni le quiten un minuto de sueño. Si las vive quiere decir que está caminando. Si no las viviera, usted mismo sería el fracaso.

No desmaye en el afán de trabajar la tierra y el barro. Con paciencia y buen ánimo. De esta manera solo algo es seguro: encontrará la pepita de oro que está buscando.

Procesar fracasos es una forma de cobrar el éxito por adelantado.

Fuente: https://elstrategos.com/procesar-fracasos/

 Twitter: @lecheriateve 

 

Ahorra y pon el capitalismo a tus pies, no sobre tus hombros

Imagen de Andreas Breitling en Pixabay

Permítase esta analogía: el sistema capitalista que gestiona las economías de libre mercado es como un cuchillo de cocina. Si se lo maneja bien es una herramienta muy útil, pero en caso contrario es peligrosa. Pues bien, si quieres que el capitalismo sea un sistema que te beneficie, AHORRA. Éste es el mecanismo que conduce a la prosperidad en las economías libres.

Es un hecho estadístico: la mayoría no consigue beneficiarse del sistema capitalista, más bien sucumbe ante él. Empuña el cuchillo por la hoja y se lastima.

Estas líneas no tienen el objetivo de cuestionar el sistema, más bien la forma en que los individuos se comportan en él. Todos los sistemas tienen sus particularidades. Y entre ellos el capitalismo es posiblemente uno de los mejores para la gestión de la riqueza y el desarrollo de los pueblos. Pero concluye siendo implacable para quienes no saben conducir por sus caminos.

Ahorra y conviértete en un consumidor inteligente.-

En buena parte, el capitalismo es una enorme fábrica de consumismo y consumidores. Su objetivo es tratar que todos los individuos consuman la mayor cantidad de bienes y servicios. Ése es el lubricante del sistema. Ése y no otro es el factor que dinamiza los mercados y permite el rendimiento del capital.

Dicha lógica no amerita un juicio ligero, positivo o negativo. Es simplemente así. Tiene el mismo carácter de un cuchillo de cocina. No es bueno ni malo en sí mismo, su funcionalidad solo puede evaluarse de acuerdo a su uso.

El capitalismo se vale de un sinfín de medios para convertirte en un destacado consumidor. Invierte copiosamente para que gastes tu dinero. Seduce y convence. Luego te atrapa y transforma en un peón del tablero.

Pero hay una buena noticia. Éste es un juego de seducción y conquista, no hay nada obligatorio.

En el capitalismo todos somos jugadores con poder y capacidad de eludir las trampas que se presentan. Esto diferencia al sistema de otros: tenemos la posibilidad de ser la ficha del tablero que deseemos ser.

Muchos elevarán el grito al cielo y rasgarán sus vestiduras en éste momento. Preguntarán ¿cómo es posible afirmar que alguien puede ser lo que quiera en el opresivo mundo capitalista?

Pues bien, sí se puede. Esencialmente porque existe libertad, pero también porque pueden aprenderse los trucos que lo permiten. Y uno de esos “trucos”, uno de los consejos más simples y trascendentales es éste: AHORRA.

El ahorro permite empuñar el cuchillo por el mango. Te sitúa en el asiento del conductor. Te saca del compartimiento de equipaje y te devuelve el control sobre tu vida y tu destino.

Escapa del circuito opresivo de las deudas.-

La deuda es un gran invento de la humanidad, pero lo es fundamentalmente cuando se destina a la construcción de ACTIVOS. Cuando está asociada a formación de patrimonio o al consumo corriente, es una concreta calamidad.

Cuando te endeudas para construir Activos, son éstos los que eventualmente pagan las obligaciones y generan un circuito virtuoso. Pero cuando lo haces para comprarte un carro, una vivienda, costear un viaje o financiar el ocio, la deuda ataca directamente tu bolsillo y genera dependencia.

El sistema se nutre de personas endeudadas, porque de ésa forma se multiplica el dinero circulante. Así puede producirse más y obtenerse mejores rendimientos para el capital.

¿Cómo te atrapa el sistema en el círculo vicioso de las deudas? Acudiendo a tu sentido inmediatista de satisfacción.

¿Para qué esperar 3 o 4 años por un automóvil si lo puedes tener hoy mismo y pagarlo “cómodamente” en ése mismo tiempo? ¿Por qué privarse de ésa “casa de los sueños” si puedes comprarla hoy y pagarla “con tranquilidad” los próximos 25 años?

La mayoría toman ésas promesas e ilusiones. Lo hacen así hace muchísimos años. Y por ello mismo, suman tradición a la lógica y la convierten en una idiosincrasia.

Una vez endeudados, el sistema hace lo suyo. Genera dependencia de empleos insatisfactorios y ansiedad por generar ingresos que sostengan la “calidad de vida obtenida”. Si no hay aquello, la deuda muestra su peor cara y simplemente despoja.

No es popular quién hoy te dice: AHORRA para comprarte el automóvil que quieres o la casa con la que sueñas. ¡Nada popular! Incluso puede verse como un pusilánime o víctima de la (siempre mal entendida), mentalidad de pobreza.

Los “cantos de sirena” del sistema son la música de moda. Tienes, entonces eres. Tienes más, entonces eres más. Punto final. Si en ello la deuda ayuda, pues ¡bienvenida!

Pero algo básico ignoran ésas pobres almas que se dejan llevar por la corriente: el ahorro es justamente capital. Y éste es, por esencia, el combustible del sistema.

El genuino capitalista es quien ahorra.-

Es una de las fórmulas básicas de Economía: ahorro es igual a inversión. Igualmente la esencia de una frase de moda: “cash is the King”.

El ahorro ordena la vida, genera disciplina, permite madurar y desarrollar habilidades incomparablemente valiosas para navegar en las economías de mercado. Quién ahorra obtiene siempre los mejores precios, elude intereses financieros y “surfea” cómodamente los periodos difíciles de la economía.

Ingenuo (por no decir otra cosa) es quién compra una casa pagando 25 años una deuda y sus respectivos intereses. Igualmente el que paga 3 veces el valor de un automóvil por financiarlo en 5 o 7 años. Esto no tiene nada de sagacidad financiera, ni siquiera de sensatez aritmética. Y justificarlo con la lógica banal de la “retribución inmediata” es aún más absurdo.

Son muchos los que critican a la ligera a la persona que privilegia un alquiler sobre la compra de una casa a crédito, o los que compadecen al que toma un servicio de transporte público en lugar de beneficiarse de la comodidad de un automóvil financiado.

Eso no solo es ignorancia financiera, también incapacidad de sumar y restar. Quién ahorra para efectuar esas compras es el genuino capitalista, y el que finalmente emplea y hace trabajar a los demás.

¿Es tan difícil apreciar esto?

Bueno. Es algo muy sencillo de ver. Pero si la mayoría no lo consigue, es simplemente porque el sistema ha hecho bien su tarea. Por otra parte, es también una enorme oportunidad para el que desea distinguirse del rebaño y comandar su destino.

Ahora bien, el ahorro no es tampoco tarea fácil. Es algo notablemente sofisticado. Posiblemente por ello mismo se elude. No es cómodo ahorrar, todo lo contrario. Y en esta cultura de inmediatismos y facilismos, no es el camino que escogen los que privilegian las rutas del mínimo esfuerzo.

El “ahorro pasivo”, que muchos asociarán con lo que aquí se dice, NO es la referencia. No se trata de acumular billetes en una cuenta de banco o debajo del colchón. Así no se ahorra inteligentemente. Se trata de dominar el AHORRO ACTIVO, de gestionar bien los gastos, los ingresos, los objetivos de vida y el conjunto de las dinámicas sociales e interpersonales.

Ahorrar es una técnica compleja. Por eso beneficia a pocos. Pero esos pocos son precisamente quienes dominan el sistema capitalista y definen la evolución del mundo. Estudia y aprende de esto. Tómate el tiempo necesario. Invierte esfuerzo en dominar todas las técnicas posibles. Hazlo con la misma dedicación que te demandan las compras y el consumo.

Ahorra y pon el capitalismo a tus pies. Disfruta de la verdadera calidad de vida. Experimenta la libertad de quién es dueño de su destino, y no de aquel que duerme cada noche con el desafío de activarse en la mañana para pagar las deudas que le permiten tener un techo sobre su cabeza, cuatro llantas bajo sus pies y la ilusión de hacer un viaje para conocer, en lugares lejanos, gente que vive igual que él.

Fuente: https://elstrategos.com/