Los problemas generan temor, y
esto afecta el equilibrio racional necesario para resolverlos.
Los temores son sensaciones de inquietud que conducen
a eludir o evitar algo por considerarlo peligroso o perjudicial. Se
sienten, aún antes que lleguen a entenderse; están profundamente
anclados en la estructura emocional. Son frecuentes, numerosos, diversos, casi
omnipresentes.
A diferencia del miedo, el pánico o el terror,
los temores atacan con menos intensidad, pero tienen la efectividad del aguijón
que desgasta cualquier fortaleza. Son inquilinos permanentes del Ser y
sobretodo del Hacer del hombre. Casi siempre el miedo y el pánico tienen alguna
justificación racional, los temores no.
Sin embargo, es otra característica la que lo
convierte en un enemigo muy peligroso: el temor anticipa y condiciona el
futuro.
Existe el miedo al futuro, por supuesto, pero ésta no
es una cualidad intrínseca del miedo, es solo una de sus formas. En tanto que
en el caso del temor es una distinción. Las personas sienten temor especialmente por
lo que les puede pasar en el futuro inmediato.
El temor anticipa el problema y sus efectos.
En teoría, las personas activan los temores con el
afán de preparar respuestas a posibles acontecimientos, pero en los hechos solo
debilitan sus mecanismos de “defensa”. Los temores se convierten en profecías
que se cumplen a sí mismas. Y esto no sucede por fatalidad, se produce por una
causalidad lógica: el temor afecta la capacidad para ponderar hechos y ser
coherente en la evaluación del conflicto y sus soluciones.
La única manera de enfrentar y
resolver problemas es desde el ámbito racional. Ninguno se resuelve
desde la trinchera emocional.
Cuando la razón flaquea, igualmente lo hace la
capacidad de proporcionar respuestas a un problema.
Esta fragilidad conduce justamente al resultado que el
propio temor se encarga de anticipar. Ése es el drama: los temores terminan por
convertirse en realidad.
El miedo, el terror y todas sus variantes, constituyen
una reacción a determinadas circunstancias, los temores no. Aquellos son habitualmente
intensos y pasajeros, los temores no. El miedo muchas veces condiciona la
naturaleza de las respuestas y las fortalece, recurriendo a reservas de energía
creadora. Pero los temores no, éstos solo intranquilizan, no tienen y no
producen, ningún tipo de fuerza positiva.
Los temores fagocitan cada partícula de energía.
El hombre tiene pocos enemigos más poderosos. Y con
ninguno se comporta con tanta indiferencia y desinterés.
Las personas cohabitan con el temor. Al punto que su
calidad de vida se mide en términos de los que hayan podido superar. Su
libertad es una consecuencia de la victoria que, eventualmente, alcanzan sobre
ellos.
La historia de un hombre puede ser entendida por medio
de la historia de sus temores.
Combatirlos es difícil: anidan en la mente; tienen
origen y desarrollo allí. Y solo accediendo a la dimensión mental pueden ser
abordados.
El estímulo externo es marginal. Pueden existir,
evidentemente, hechos que razonablemente activen temores. Pero son más
numerosos los que emergen “desde adentro”, como producto de procesos mentales
aislados de los hechos.
Un temor se diferencia de una “posibilidad” porque
esta última responde a una evaluación lógica, en tanto que el primero es una
condición emocional. La “posibilidad” de que suceda algo puede considerarse
para tomar decisiones, pero cuando esta “posibilidad” activa un temor, ha
dejado de convertirse en una “posibilidad” para constituirse en una entidad con
dinámica propia. Si el temor se activa, la “posibilidad” como tal desaparece.
Ahora bien, ¿qué causa este proceso mental que
convierte el análisis de una “posibilidad” en un temor?
Simple: la inseguridad y la inherente debilidad de
carácter. Las personas inseguras son víctimas habituales del temor. Y la inseguridad
es síntoma de debilidad de carácter. Para evitar que los temores tomen
control del estado emocional, la persona debe tener seguridad y confianza
en sí misma. Y no es que esto evite la aparición de temores, pero permite
controlarlos.
Para la persona segura de sí misma (de lo que es y
hace), los temores son como una bandada de murciélagos en una caverna oscura.
Producen ruido, aprehensión e incomodidad, pero lo más probable es que no
causen daño.
Los problemas son como una caverna oscura: desagradables
e intimidantes. Pero transitar de la aprehensión al temor, es lo mismo que
deducir que los “murciélagos harán efectivamente daño”.
La persona segura de sí misma transita sus cavernas
con incomodidad, recelo y disgusto, pero interpreta la presencia de los
murciélagos como parte del entorno. Así, los temores pueden tener un medio
natural entre los problemas, pero no se convierten en un perjuicio.
No es cuestión de ignorarlos, de la misma forma que no
se puede hacer abstracción de los murciélagos en la caverna, se trata que no
tomen control y condicionen la experiencia.
Las únicas personas que no tienen problemas están
muertas.
El tránsito por la “oscuridad” es inevitable. De allí
la necesidad de aprender a situar todo “murciélago” en su contexto.
Por otra parte, es obvio que la vida no es una suma
interminable de problemas, y por lo tanto nadie está condenado a vivir en una
caverna. La claridad que existe fuera (la inexistencia de problemas), anula la
presencia de “murciélagos”. Alcanzar esta claridad es el objetivo. Pero el
hombre inseguro siempre alberga dudas, y ello lo retiene en la oscuridad.
Ahora bien, la claridad o inexistencia de problemas se
encuentra en una ruta llena de cavernas, es cierto. La claridad es parte de la
ruta tanto como la oscuridad. Solo hay dos elementos variables en ésta
dinámica: la longitud de la ruta y la forma en que se la transita. La longitud
está definida por el objetivo del viajero y su plan de viaje. Las personas
conciben y programan su vida de manera diferente. Quienes se plantean metas
ambiciosas, transitan rutas más largas y pueden llegar más lejos. Las que
definen un curso más conservador, transitan (y consiguen) menos.
Los que establecen objetivos mayores encuentran más
cavernas, ¡pero también más claridad! Ellos no inician viaje pensando en
oscuridad, aman la claridad, el triunfo, la victoria. Están conscientes de los
problemas que encontrarán, pero emprenden viaje seguros de lo que quieren y
pueden hacer. Los otros emprenden viajes cortos y quedan en el camino. También
aman la claridad, pero éste amor es superado por el temor a la oscuridad.
Y cuando el amor a la vida es superado por el temor,
aquel no es genuino, y no hay razones que sustenten el deseo de viajar.
El amor justifica y sostiene el viaje por la vida.
Pero la racionalidad permite superar los obstáculos que se presentan en cada
caverna. Algunos no tienen ni lo uno ni lo otro.
Los problemas importan, los temores no. Todos los
problemas tienen solución, pero los temores son carga muerta. Cada problema
trae consigo un mundo de oportunidades, el temor solo sufrimiento, frustración
y derrota.
Los problemas son, muchas veces, efecto de errores o
productos del azar. Los temores son siempre vástagos del equívoco.
Todo temor conduce a un error, a una
equivocación, a un paso en falso. Los problemas obligan a las personas a
encontrarse con lo mejor que tienen: convicciones profundas, fe, reservas de
energía y creatividad. Los temores succionan todo lo positivo.
Los problemas colocan al hombre en un estado de
tensión dinámica. La misma que un tigre tiene el momento de atacar a su presa.
Los temores en cambio, lo dejan en estado de laxitud. Esta es la triste
comparación que existe entre un tigre y una babosa. Y mientras la naturaleza no
permite que el tigre que se comporte como una babosa sobreviva, sí accede a que
el hombre lo haga.
En la vida es indispensable tener la capacidad de
sentir pena por uno mismo. Esto es lo único que en última instancia puede
despertar el amor propio y activar las defensas naturales que se tienen para
transitar las pruebas y superar el temor.
En la faceta de “construcción de temores” la mente es
frágil y traiciona. En tanto se presume que es arma poderosa, con el temor
rara vez puede vencer. No depende de ella evitar que el “tigre se convierta en
una babosa”. Es necesario algo de mayor poder.
Hace más de dos mil años, Jesús de Nazareth dejó
establecida la Regla de Oro: demandó que “amaramos a nuestros semejantes como a
nosotros mismos”. Así estableció la fórmula para el desarrollo integral.
El amor propio es fundamento del bienestar, pues evita que la
criatura más poderosa del planeta se convierta en caricatura de sí mismo.
Activa la pena y provoca un cambio de condición.
Despierta la racionalidad cuando es necesaria para superar un problema. Impide
que el temor dictamine el Ser y el Hacer. El amor propio, por
último, es el que evita que un tigre termine siendo una babosa.
El amor propio es condicionante para
el amor por la vida, permite que el viaje tenga más luz que oscuridad,
beneplácitos que problemas, más éxitos que fracasos, menos “cavernas y
murciélagos”.
En verdad, nada sabe del amor quien no se ama a sí
mismo. Y éste es probablemente, el único temor que es válido sostener.
Fuente: https://elstrategos.com/el-temor-en-el-hombre/