Estamos acostumbrados a procesar el dolor y el sufrimiento, pero poco entendemos el valor que tiene la celebración. Casi tan poco como lo que significa el propio agradecimiento. Aunque los seres humanos tenemos una tendencia biológica al optimismo (sin la que sería imposible la evolución), somos funcionalmente fatalistas.
Racionalizamos mucho la celebración y poco el
sufrimiento. Tenemos una mente cauta y conservadora para celebrar algo y
pródiga en la consideración del dolor. Y ésta lógica no ayuda, por supuesto, a
extraer lo mejor que ofrece la vida.
¡Hay que aprender a celebrar las cosas buenas que pasan!
Ésta es la mejor vacuna para procesar las situaciones
difíciles que acontecen. Los momentos agradables y los éxitos deben volverse
memorables. Esto último quiere decir algo muy simple pero trascendental: definir
algo que merece ser recordado o conservado en la memoria.
La vida no es fácil y su convocatoria es clara: se
es luchador o víctima, no existe otra categoría. Quién no
lucha por extraer de ella lo mejor que tiene, se convierte en una víctima. La
existencia nos pone todo a disposición, pero no regala nada, todo debe ser
conquistado. El costo que se debe pagar por toda conquista no es solo una
constante, es por sobre todo el factor que le otorga valor.
Pero en esta lógica del ser que lucha, hemos olvidado
algo fundamental: la prerrogativa que tiene el guerrero para celebrar sus
victorias.
Por eso consideramos a menudo que el éxito es más bien
una aspiración, una esperanza, un regalo que llega pocas veces. Olvidamos ingenuamente
que el éxito nos visita todos los días en diversas formas, con ropaje distinto.
A veces envuelto en una manta raída y otras en tela de seda. Menospreciamos
nuestras victorias. Y esto tiene origen en algo sutil pero perverso:
nuestra mentalidad avara para la celebración.
Los pueblos conmemoran religiosamente las victorias que
han obtenido en campos de batalla por su independencia o liberación, pero
carecen de referencia para sus victorias personales. Sus triunfos íntimos. El
éxito que alcanzan sobre improbabilidades y adversidad.
Somos tan anodinos y miserables con nosotros mismos que
evitamos celebrar un matrimonio, la perspectiva de tener un hijo o la fortuna
de un buen negocio.
Prevalece en nuestra psiquis el temor a perder lo
obtenido y convertir el recuerdo en episodio doloroso. El recuerdo de la
pérdida nos provoca nostalgia y tristeza, pocas veces alegría por el privilegio
de lo que se ha vivido.
Se celebra con mezquindad un matrimonio porque la mente
arremete con pensamientos sombríos de un eventual y remoto divorcio. La
celebración por el nacimiento de un hijo se mezcla con inquietudes por la
responsabilidad que ello involucra. El éxito de un negocio alerta al
subconsciente sobre las probabilidades de que la mala fortuna llegue luego.
¡Somos fatalistas funcionales, pesimistas profesionales!
El recuerdo de las tormentas ocupa de tal manera nuestra
memoria que poco espacio otorga a los días de sol. La claridad es visitante
esporádico, en tanto la oscuridad es compañera de viaje, incondicional y fiel.
Por esto el arrepentimiento común de todos los que
encaran la muerte, está relacionado a lo que no hicieron, pocas veces a lo que
efectivamente hicieron, por mucho que esto no hubiera traído bendición.
Solo hay una manera de revertir éste drama: aprendiendo a
celebrar todas las cosas buenas que pasan. Sin miedo ni remordimientos. Con
todo el derecho del mundo. Haciendo una fiesta o un acto solemne para
conmemorar el acontecimiento. La fiesta no tiene porqué ser ése acto que
convoca al disipado, y la conmemoración tampoco involucra protocolos, es
cuestión, simplemente, de hacer efectiva la celebración. Esta es una necesidad
del espíritu humano.
En la medida que se celebren las victorias y los éxitos
de cada día, algo trascendental sucederá: la alegría, el gozo y la felicidad
tocarán la puerta de cada quién.
Y esto por un hecho determinístico: existen victorias
genuinas cada instante de la existencia. Las hay en mayor cantidad que
problemas e infortunios. Están allí, solo que permanecen inadvertidas por la
resistencia a celebrarlas. Cuando esto sucede, la suma del bien prevalece sobre
el infortunio, y la felicidad corona las jornadas.
Pensemos un momento: ¿acaso despertar con vida cada día
no es una victoria? ¿Estamos tan confundidos que éste hecho simple y vital se
da por descontado? O lo que es peor, ¿acaso se considera algún tipo de derecho?
La vida en sí misma es un motivo de celebración perpetua,
porque más allá de ella, apenas alcanza el entendimiento. Tener vida
posibilita, incluso, resolver problemas o enfrentar adversidades. ¿Y no es esto
algo digno de celebrar?
Recostar la cabeza para reposar en la noche sin dolores
físicos y con la perspectiva de un largo descanso, ¿no es algo que se debe
celebrar? Habrán días en que ello no será posible (la vida es así), y entonces,
¿no será penoso recordar que las buenas cosas se confundieron absurdamente con
rutinas baratas?
Todos tenemos, aun en medio del peor temporal, éxitos y
victorias. Están allí. Son la prueba de nuestra entereza, fe, confianza y
poder. Pecamos solamente en el hecho de no celebrarlas. El triunfo, por pequeño
que parezca, no es el ausente, la celebración lo es.
Y luego, después de la tormenta, la claridad solo se
intensifica. Emerge sólida desde ésos destellos de luz que brillaron en las
tinieblas, pero ¿qué es lo que hacemos incluso en ésos momentos?: sentimos
alivio antes que deseos de celebrar.
¿No es curioso el carácter funcional del ser humano?
(porque su naturaleza no es).
Nuestros problemas son problemas, y nuestras victorias
razón de alivio. Solo eso. ¿Existe mayor prueba de pobreza de espíritu?
Así como la vida solo convoca luchadores o víctimas, así
también hace un llamado a la celebración y al coraje. La primera es
indispensable para conmemorar el privilegio de existir y el segundo para
prevalecer sobre la adversidad.
¿Quién dice que el guerrero no es un ser feliz? Lo es,
¡absolutamente!, esencialmente porque celebra sus victorias. El néctar del
triunfo recorre todas sus venas, dado que bien conoce el sabor amargo del
infortunio. Si tiene la obligación de encarar la lucha, entonces tiene el
derecho de celebrar la victoria.
Y no olvidemos otro ingrediente vital: ser agradecidos.
Éste es el lubricante del éxito, el vino de la celebración.
Si nuestra fe alcanza para entender lo trascendente,
agradecimiento para con Dios y sus benignos designios, y si no alcanza,
entonces para con nosotros mismos. Agradecimiento, al fin y al cabo. Exposición
de humildad y reconocimiento de nuestras intrínsecas limitaciones.
La persona que no agradece todo lo que le sucede en la
vida, no entiende de qué se trata la existencia. Porque se coloca en una
posición que por naturaleza no tiene, aquella que le hace ver como dueño de su
destino y del Universo. Sin embargo, por muy suficiente que se sienta, será
incapaz de evitar que la noche caiga al final de cada día o que el sol caliente
generosamente su próxima jornada.
Posiblemente el agradecimiento sea, en última instancia,
el acto supremo de celebración de la vida.
¡Aprendamos a celebrar las victorias!, todas ellas. Las
que suceden cada día. Con bombo y platillo. Aún la persona que se siente
tremendamente desgraciada, tiene innumerables motivos para celebrar. Los motivos no faltan, la celebración es la ausente.
¿Nos enseñaron desde niños a superar adversidades?, pues
bien, ¡celebremos también eso! Porque si aprendemos ahora a conmemorar la vida,
por muchas canas que ya adornen nuestra cabeza, el viaje habrá tenido sentido.
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