Napoleón fue posiblemente el STRATEGOS más grande de la historia. Un maestro en las
artes de la guerra y uno de los mayores líderes que el mundo ha conocido. Su
larga y exitosa trayectoria culminó en Bélgica, cerca de un pueblo llamado
Waterloo. Allí, este eximio general fue derrotado por un militar británico
menos conocido: el duque de Wellington. En ésa tarde del domingo 18 de junio de
1815, la humildad venció al genio.
Bien lo atestigua esta historia: el genio puede
conducir a muchas victorias, pero solo la humildad trasciende la derrota.
Wellington se enfrentó en batalla a Napoleón solo una
vez, precisamente en los campos de Waterloo. Antes de eso comandó tropas en
otros escenarios de la conflagración europea, pero no tuvo la oportunidad de
encontrarse con el genio. Cuando le preguntaban su opinión de Napoleón
respondía: “detesto al hombre, pero respeto al guerrero”.
Cuando el “pequeño corso” escapó de su exilio en la
isla de Elba y regresó al continente europeo, las naciones que se le oponían
(Gran Bretaña, Prusia, Rusia, Austria), formaron rápidamente ejércitos para
enfrentarlo. Y decidieron, por unanimidad, ponerlos bajo el mando de
Wellington, el hombre que nunca había sido derrotado en batalla por los
franceses.
El zar de Rusia se refería a Wellington como “el
conquistador del conquistador de naciones”. El duque inglés no se daba por
honrado con estos halagos. El oficio militar era para él un deber y una
responsabilidad, no un vehículo para alcanzar la gloria.
Para enfrentar a Napoleón, Wellington adoptó una
actitud de incomparable valor: humildad.
La persona humilde expone, entre otros, los siguientes
valores:
- Comprende
la igualdad y dignidad de todas las personas.
- Valora
el trabajo y el esfuerzo.
- Reconoce,
aunque relativiza, las virtudes propias.
- Reconoce
sus propias limitaciones.
- Actúa
con modestia, sencillez y mesura.
- Escucha
a los demás y tiene en cuenta sus opiniones.
- Respeta
genuinamente a las personas.
La persona humilde se reconoce igual que los demás, y
desde este punto no se subestima a sí mismo ni a nadie más. No tiene sentimientos
de superioridad o inferioridad.
¡Hay mucho poder en esto!
Es posible que en el inventario de conocimientos,
cualidades o destrezas, existan diferencias entre el ser humilde y los demás. A
favor en algún caso y en contra en otros. Pero al aplicar la lógica de la
“igualdad”, estas diferencias desaparecen. Si la persona humilde tiene
cualidades superiores, su actitud le evita confiar demasiado en ellas. Y si
tiene desventajas, las anula en los entramados mentales y emocionales.
En la batalla de Waterloo, Napoleón era para
Wellington, un igual.
Para honrar la lógica de la igualdad y evitar las
desventajas, la humildad valora el trabajo y el esfuerzo.
La persona humilde confía en el trabajo y el esfuerzo
mucho más que en su eventual genialidad. Hace la tarea con mayor ahínco que
todos los demás. Aprende de las
derrotas y fracasos en mayor medida que los aciertos.
Con trabajo y esfuerzo se maximizan fortalezas y se
minimizan debilidades. Los dos factores juegan siempre a favor.
Hay quienes se concentran en sus virtudes y las
utilizan para prevalecer, y otros que lo hacen en sus debilidades para
exponerse menos. Pero la persona humilde se esfuerza y trabaja para hacer ambas
cosas a la vez. ¡Hay enorme diferencia en esto!
Bien dicen que el éxito es la suma de una gota de
genialidad y muchos litros de transpiración.
Wellington se preparó mucho más que Napoleón para el desenlace
en Waterloo. De hecho escogió el terreno, lo estudió y preparó para todas las
eventualidades que pudieran acaecer. Napoleón confió en sus destrezas, la
experiencia de sus mariscales y generales, el número y la calidad de sus
tropas. Wellington no confió en nada y se esforzó en trabajar cada detalle.
La humildad reconoce las virtudes propias, pero las
relativiza.
Etimológicamente la palabra humildad proviene del
término latín “humiltas”, que a su vez proviene de la raíz “humus”,
que quiere decir tierra.
La persona humilde “baja a tierra”. De alguna manera
“se reduce” y se “empequeñece” por criterios de funcionalidad. De esto se trata
la “relativización”.
Las personas engreídas y soberbias (muchas veces por
efecto de sus propios méritos), no saben nada de esto. Reconocen y valoran
mucho sus virtudes y nunca las relativizan. Esto los acerca eventualmente a las
victorias, pero los aleja de la invencibilidad.
Cuando se relativizan las virtudes propias, emergen
con mayor claridad los defectos y debilidades. Y cuando se trabaja intensamente
en estas últimas (porque no se encuentran empañadas por las otras), el conjunto
crece.
Wellington nunca había sido derrotado por las tropas
francesas en batalla. Pero en Waterloo relativizó ése hecho y se concentró en
trabajar debilidades y posibles eventualidades.
La persona humilde reconoce sus limitaciones.
No es lo mismo una debilidad que una limitación. Las
primeras tienen carácter estructural, en tanto que las segundas dependen de las
situaciones y circunstancias.
En determinado momento y lugar puede haber
limitaciones inexistentes en otro contexto. Reconocer esto evita la
sobreexposición y el error. Cuando no existe la necesaria humildad, se
subestiman los límites de coyuntura y se yerra. Ése es el error de la soberbia:
pocas veces reconoce las fronteras de su propia capacidad, aun cuando estén
claramente presentes.
Una cosa es reconocer límites y otra limitarse. La
persona humilde nunca hace esto último, pero siempre tiene presente lo primero.
El ejército de Napoleón era limitado para enfrentarse
simultáneamente a las fuerzas inglesas y prusianas. Por ello el emperador
intentó dividir ambos ejércitos y enfrentarlos por separado. Pero no hizo bien
la tarea. No se esforzó lo suficiente. Como consecuencia del error, en los
momentos definitorios de la batalla el ejército prusiano arribó al lugar y sumó
fuerzas para derrotar definitivamente al genio galo.
Wellington, por otra parte, siempre estuvo consciente
que sin la ayuda de los prusianos no podría vencer. Y cada una de sus tácticas
en la campaña estuvo orientada a evitar esa limitación, empezando por la
relación que construyó con Von Blucher, el general de Prusia que comandaba ésas
fuerzas.
La humildad se fundamenta en la modestia, sencillez y
mesura.
Nada de vanidad ni ostentaciones. Porque en esto se
puede perder, en tanto que la modestia, la sencillez y la mesura no pueden ser
derrotadas.
El triunfo y el fracaso son eventos, no son
estados. Quién gana hoy
puede perder mañana, y viceversa. La vanidad es un estado que al caer
produce estrépito, la modestia trabaja cerca de la tierra, y desde ella nunca
se cae.
La imprudencia termina con cualquier genio, en tanto
la mesura arriesga poco y puede ganar mucho.
Por último, la persona sencilla evita los laberintos
de la complejidad y accede más fácilmente a la salida. Invierte menos energía y
tiempo en el cometido. Por esto mismo es más eficiente.
Ciertamente los registros reservan un lugar de
privilegio para el genio y figura de Napoleón. Wellington parece un actor de
reparto en la obra que protagoniza el gran corso. Pero si se hace un análisis
minucioso de la historia, el destino de la civilización humana, luego de
aquella tarde de domingo en Waterloo, quedó definido por la victoria de la
humildad sobre el genio.
Hay un espacio pequeño para Wellington detrás del
estrado que ocupa Napoleón en el imaginario histórico, pero de esto mismo no
reniega la humildad, porque así lo prefiere.
Reconocimiento y respeto sea otorgado al genio. Esta
es muestra de necesaria consideración, porque las bendiciones le están
reservadas al humilde.