El cambio que uno haga de sí mismo es llave poderosa de transformación
general. Con él se inicia el camino que conduce a todos los objetivos que
se mantienen elusivos: reparación de relaciones afectadas, superación de
frustraciones, amarguras, y la consecución de la propia felicidad.
Si en este mundo de estrecheces y dificultades puede existir una fórmula
mágica que cambie el sino del destino, ésa es, sin duda, el cambio que uno
pueda hacer de sí mismo.
¿Por qué la necesidad del cambio?
Todos necesitan cambiar algo en su vida. Esto es inobjetable. No existe
un solo ser humano que pueda sentirse exento de la necesidad de modificar
algún aspecto de su realidad. El cambio obedece a una lógica poderosa, una
que bien dejó planteada Albert Einstein: “Si buscas resultados distintos,
no hagas siempre lo mismo”. Si se considera que el producto de las
acciones emprendidas no es satisfactorio, nada será distinto si no se
produce un cambio.
La lógica y el concepto del cambio debiera ser un imperativo de conducta
arraigado en la psique desde la infancia. Tendría que entenderse, desde
siempre, que sin la capacidad de cambiar, uno se encuentra inhabilitado
para interactuar provechosamente con la vida. Las personas deberían ser
conscientes desde tierna edad, que la posibilidad de modificar su entorno
y el mundo en el que viven, es una función del cambio personal. Esta
capacidad es incluso más importante que saber leer o escribir. Porque
determina la calidad de vida que puede alcanzarse.
Sin embargo, la existencia de millones de personas frustradas demuestra
que la capacidad de cambiar es posiblemente la más grande de las
debilidades humanas.
La mayoría de las personas espera que las cosas cambien primero. Poco
valor otorgan al hecho que el cambio se inicie con ellas mismas.
Parece parte de su naturaleza. Se coloca la necesidad de transformación
propia al final, después de todo lo que “debe cambiar primero”. Luego se
eleva la queja al cielo porque las cosas siguen igual, o peor.
Se hace responsables a todos los demás porque “no cambian”. Se culpa a la
comunidad y al país porque las cosas “solo empeoran”. El orden de los
factores se invierte y la explicación del fracaso termina por ser
responsabilidad de los demás.
Otros perciben el cambio como una agresión a su identidad, a su sentido
de individualidad.
Lo entienden como una agresión que proviene del exterior y exige su
“adaptación” a modelos o patrones. Un intento de “despersonalizarlos” para
que puedan alcanzar aprobación colectiva, aceptación social.
Tras estos conceptos construyen su renuencia al cambio, y piden que el
mundo los respete y acepte “como son”.
No esperan cambios, ni propios ni ajenos. Tienen argumentos inflexibles
respecto a la realidad, pero son tolerantes con los demás. La tolerancia
de quien se siente superior pero condescendiente.
Estas personas se inhabilitan a sí mismos para cualquier proceso de
evolución personal. Son individuos que se entienden como “producto
terminado”. No ven la necesidad de mejorar o superar nada. Son como hitos
del tiempo que pasa a su alrededor y los envuelve, los supera e
ignora.
Más sabio es quien reconoce que sabe menos. Y más virtuoso quien admite
imperfecciones al mismo tiempo que disposición de superarlas.
De este proceso emerge el hombre grande. No de la convicción de ser un
producto terminado y ajeno a la necesidad de cambiar.
La verdad más simple y profunda que existe a efectos de la conducta del
hombre es que el mundo solo cambia cuando uno mismo cambia. La energía transformadora emerge de “adentro hacia afuera”.
Quién ha tenido la capacidad de transformarse a sí mismo tiene poder para
cambiar su entorno y alterar el mundo en el que vive. Porque sólo así se
edifica y deja de ser producto de las circunstancias, o entidad frágil
manipulada por el destino.
Una persona no es dueña de nada si primero no es capaz de gobernar su
vida e intereses.
El hombre grande emprende un viaje sin final hacia la perfección y la
excelencia. En ese proceso convive con la transformación personal
permanente. Con sus exigencias, dolor y soledad. Porque SOLO se encuentra
quién trata de cambiar su vida mientras todo sigue igual alrededor.
La grandeza del hombre se mide por su disposición de reconocerse
incompleto.
El hombre grande es primero consciente de su incapacidad, no de su
capacidad. Consciente de lo que ignora y no lo que conoce. De lo que le
falta, no de lo que posee. Y es sobre todo humilde respecto al tamaño que
tiene y su relación con los portentosos misterios de la vida.
La incapacidad de entender el sentido de la transformación personal se
explica porque la mayoría se encuentra en el punto opuesto. Es decir, son
hombres que se consideran grandes sin serlo. Viven en función de
capacidades y no reparan en limitaciones. Actúan de acuerdo a lo que saben
e “ignoran su ignorancia”. Viven en términos de lo que son y no de lo que
debieran.
Es un problema de “egos pequeños”. Este es el enemigo fundamental del
individuo y su potencial para trascender. Por eso la lucha es
esencialmente interna.
Ahora bien, las personas pueden considerarse víctimas del proceso
pernicioso de “construcción de egos” que existe en el medio social. Porque
éste las afecta incluso antes de tener consciencia y racionalidad.
La educación familiar y social no concientiza al individuo en el sentido
que si no cambia reduce sus probabilidades de triunfar.
Esta educación asume una solvencia natural del individuo para ser y hacer
bien en tanto se le instruya en esto. Se orienta a un entendimientol
maniqueísta del bien y el mal. Olvida esa extensa zona de relativismos,
condicionamientos y dependencias en la que se desenvuelve la mayor parte
de la actividad humana.
Esta construcción de EGOS desde la educación temprana se fundamenta en el
afán de formar hombres seguros, firmes y de convicción.
Se ignora el imperativo de formar personas dispuestas y preparadas para
cambiar lo que fuese necesario de sí mismos.
En tanto mayor el ego, menor el entendimiento de la necesidad de
cambiar.
El ego inflexible es soberbio. Está dispuesto a pagar altos precios por
prevalecer. Y sólo cambia, eventualmente, por la magnitud de la adversidad
que le cae encima.
Quien ayuda a construir un gran ego en realidad colabora en el desarrollo
de un arma que finalmente se autodestruye.
Las personas con egos de este tipo tienen poca inclinación al cambio.
Einstein decía: “recortas y moldeas tu pelo, pero casi siempre olvidas
cortar y moldear tu ego”.
En otros casos, la existencia del ego poco inclinado al cambio, no es
solo producto de educación, también de experiencias de vida. Si éstas son
duras, crean personalidades propensas a la introspección y el aislamiento.
Así se forman traumas y complejos. Muros difíciles de franquear,
situaciones en las que no es fácil esperar que se entiendan las virtudes
del cambio.
Aparte del fenómeno de éste tipo de Ego, existen otros dos grandes
motivos por los cuales el cambio no ocurre en algunas personas:
1.- Existe un grupo que reconoce la necesidad de cambiar cosas en su
vida, se entiende carente y perfectible, no interpone un ego que se auto
justifica, pero tampoco encara el proceso de transformación.
Estas personas se “acomodan” a la situación y a las circunstancias. No
les va bien en muchos aspectos pero terminan por aceptarlo y
“sobrellevarlo”. Solo se esfuerzan para evitar que las cosas empeoren o
salgan de “límites aceptables”.
Son los que le dan nombre y sentido a la mediocridad.
Pocas cosas explican mejor lo que representa ser mediocre que éstos
individuos que simplemente se “acomodan” a lo que venga.
Reconocen que deben hacer algo y no lo hacen. No es que le tengan temor a
la tarea, simplemente encuentran más sencillo “adaptarse” que cambiar. Y
así viven: sin hacer bien ni mal. No piden, no dan, no son.
Poseen enorme flexibilidad. Ésa que justifica la afirmación que el hombre
es un “animal de costumbres”. Sobreviven entre rutinas básicas, viven las
limitaciones del momento. Carecen de sueños y visiones.
Causa menos daño interactuar con un hombre que no reconoce la necesidad
de cambiar, que interactuar con estos abanderados de la mediocridad, que
aceptan la necesidad del cambio pero no lo hacen por comodidad.
Si la sensatez no prevalece, en algún momento la vida produce
circunstancias que doblegan al más irreductible. Pero los mediocres nunca
son doblegados. Los rigores de la vida no los afectan, sólo ponen a prueba
su inmensa capacidad de adaptación. Estas personas mueren en su ley:
incólumes en su defecto. No sienten o sufren la precariedad de su
situación (aunque íntimamente la reconozcan), pero provocan sufrimiento y
frustración a su alrededor.
2.- Otro grupo de personas, uno que compite en número con el anterior, no
encara el cambio o la transformación por temor.
Reconocen la necesidad de cambiar, entienden el provecho que les puede
representar, ponen un ¡alto! a la vida que llevan pero no encaran el
proceso transformador. Quieren, pero no pueden, y esto los llena de
inseguridad y miedo.
Y es que el cambio no es sencillo. El proceso es lento y doloroso, la
pelea se produce en los lugares más íntimos. El enemigo principal es
uno mismo.
Mientras más importante el cambio que se desea, más lentamente se
produce, remeciendo a cada paso las estructuras del ser. Este transcurrir
cansino del tiempo contrasta violentamente con el torbellino interno que
el cambio produce. Y pone a prueba toda paciencia y fuerza de voluntad. Y
si el tiempo termina por paralizar el proceso, da paso a una profunda
frustración. Una sensación inconsolable de derrota.
El cambio se produce en soledad, y este es otro factor que amilana a
cualquiera.
Nadie está (ni tiene por qué estarlo), pendiente del cambio que alguien
lleve a cabo en su vida. El proceso es íntimo, personal. El mundo no
detiene ninguno de sus giros. Nada cambia “allá afuera”, todo sigue su
curso, sin pausa y sin misericordia. La realidad permanece inalterable e
impasible.
Este proceso solitario puede durar mucho tiempo, y ello intimida.
El cambio se produce contra la tendencia natural que tiene la
personalidad formada en el tiempo. La transformación personal “pare” un
nuevo individuo. Pero en los hechos éste convive con el anterior hasta que
se produce la simbiosis.
La tensión intestina durante el proceso es difícil de administrar.
El cambio produce dolor en tanto se está gestando. Es una lucha dura
contra conceptos y pensamientos de raíz profunda. Hábitos, estilos de
pensar y de hacer, actitudes, juicios. El dolor puede ser hasta físico,
porque se rompen moldes de conducta, rutinas, costumbres.
En tanto se da el cambio, otro dolor se produce. Aquel que infringen las
personas cercanas, los seres queridos.
Ellos tienen importancia vital. En muchos casos explican el deseo de
cambio. Pero dado que no participan en el proceso, terminan siendo
insensibles a la fragilidad del que lucha por transformar su vida.
Quien se encuentra en el proceso de cambiar enfrenta estímulos negativos
a su alrededor y se violenta. Inconscientemente espera reconocimiento y
tolerancia, pero halla respuestas neutras (en el mejor de los casos). Esto
tiene explicación: el cambio se produce de adentro hacia afuera. Por lo
tanto NADA cambia alrededor, el proceso es interno, y en tanto no dé
frutos, no tiene capacidad de alterar el entorno.
Por último, la vida presenta continuas pruebas a quien está
cambiando.
Lo hace a cada instante, especialmente en las etapas de mayor fragilidad.
Nunca existe ése “ambiente propicio” para encarar una transformación
personal. No hay ése “remanso de paz” que ayude. Por el contrario, las
energías insondables del universo se activan ante la sola percepción de
que hay un proceso en marcha. Y lo someten a las pruebas más duras.
Las personas que quieren cambiar el curso de sus vidas precisan de un
elemento vital para vencer: carácter.
La dificultad de entender, efectuar y sostener el cambio requiere
carácter. Éste es el aspecto vital de diferenciación entre los que
triunfan y los que salen derrotados.
El hombre de carácter, aquél que tiene firmeza, energía y genio, entiende
la necesidad de cambiar y cambia. Se concentra en sí mismo para alterar
las cosas a su alrededor. No echa culpas ni demandas sobre los demás. Da
el primer paso.
Este paso: “yo cambio”, inicia el circuito virtuoso de la
transformación.
Pocos lo dan, solamente hombres y mujeres de carácter. Ésa madera que
distingue a las personas destinadas a ganarle la partida a la adversidad y
alcanzar los favores de la vida.
Y como pocos invierten el esfuerzo y sacrificio, muchos terminan siendo
los frutos que recogen. De hecho todos aquellos que la gente cómoda e
insensata no obtiene nunca.
¿Qué se debe cambiar?
Las personas deben cambiar todo aquello que no les genera provecho. Lo
que provoca problemas frecuentes e impide alcanzar un mínimo equilibrio
emocional. Igualmente aquello que se interpone con la realización
personal, presente y futura.
El cambio es una respuesta a todo lo que no se encuentra bien.
En tanto que es un proceso que transcurre de “adentro hacia afuera”,
comienza tratando los hechos de lo grande a lo pequeño.
Lo que debe cambiarse involucra, de una u otra forma, lo siguiente:
El concepto sobre la vida.
Es probable que el concepto de la vida, aquel que “siempre” orientó el
camino, esté equivocado.
Si los resultados que se esperan no son los que se obtienen, y esto no se
ha modificado con todos los esfuerzos invertidos, entonces debe revisarse
el propio concepto de vida y, eventualmente, cambiarlo.
Este es el cambio más difícil por su carácter integrador, dado que
cualquier concepto sobre la vida involucra una forma de ver y entender
todo.
La evaluación de estos conceptos lamentablemente emerge como producto de
dificultades. De hecho, la forma de ver y entender la vida es algo en lo
que no se repara sin sufrir contrariedades. Este cambio es, muchas veces,
fruto de pena y sufrimiento.
Los conceptos que se tienen sobre lo que es la vida y lo que debe hacerse
en ella, emergen de dos vertientes. El conocimiento del mundo y las
experiencias vividas.
Si los resultados que se obtienen no son los que se esperan y no conducen
a un mínimo de bienestar, entonces el conocimiento del mundo es
insuficiente. O lo que se hace en él está mal, y probablemente ambas cosas
se necesiten cambiar.
El cambio de conocimientos es un proceso racional, de ilustración y
aprendizaje. Se precisa una mente amplia y dispuesta. Con ello es muchas
veces suficiente. Porque el problema sobre un escaso o errado conocimiento
de la vida no radica en la incapacidad de aprender, más bien en la pereza
mental.
¡Solo hace falta un sincero deseo por conocer más del mundo y de sus
cosas para consolidar un concepto de vida acertado!
Las experiencias, que son el otro ingrediente que define el concepto de
las cosas, deben constituir un activo influyente. Bien porque corresponda
evitar errores pasados o se trate de replicar buenos resultados. Las
experiencias constituyen guía primordial para los grandes cambios. Sus
resultados demuestran si se transita, o no, el camino correcto.
A medida que el hombre tiene mayor conocimiento del mundo y más extensas
son sus experiencias, más fácil y eficiente debiera resultar un cambio
sobre conceptos que guían su existencia.
Esto contrasta con la opinión que mientras mayores son las personas menos
proclives son al cambio. Existe diferencia entre la capacidad de encarar
eficientemente cambios y el temor a lo diferente o desconocido. Muchas
veces es esto último lo que determina la aversión al cambio entre personas
de mayor edad. De allí en más, el conocimiento sobre la vida y las
experiencias que se tienen en ella, debieran ser guía suficiente para
cambiar lo que fuese necesario.
Las relaciones con otras personas.
El hombre es un animal social y las personas alrededor condicionan la
manera en que transcurre su viaje por la vida.
Estas relaciones producen energía para el camino o la quitan. Si el
segundo caso es el que prima, bien vale la pena evaluar un cambio en la
naturaleza de esas relaciones.
Esta necesidad es un imperativo de beneficio propio, y no tiene nada que
ver con los intereses de los demás. Acá no importa determinar buenas
razones, ¡el cambio propio es el que transforma las cosas alrededor!
Un sano egoísmo es necesario para enfrentar estas situaciones, porque
pueden ser difíciles y dolorosas.
Las relaciones que no funcionan bien con otras personas alteran la vida.
Y muchas veces lo hacen por faltas claramente atribuibles a los
demás.
En situaciones como estas, llegar a entender que uno es quien tiene que
cambiar aun cuando los otros estén en evidente la falta, resulta difícil.
Sin embargo, si prevalece el interés propio, el mejor camino comienza por
un cambio personal, sin esperar que el correctivo sea aplicado primero por
los demás. Esto es lo que define un sano y necesario egoísmo.
Ahora bien, el cambio propio no implica validar ninguna conducta o
posición ajena. Es un intento de enmendar y corregir lo que uno no esté
haciendo bien en la relación con otras personas.
Más allá de las cuentas finales, todas las partes tienen cuota de
responsabilidad en relaciones que no funcionan. Y el cambio está destinado
a honrar esa cuota que le corresponde a uno. De allí en adelante, si la
relación no prospera, el punto terminal encuentra a la persona sin
deuda.
Por otra parte, existe alta probabilidad que el cambio propio desencadene
cambios generales que beneficien la relación. ¡Hay mucho poder en esto!
Uno similar al que tiene una corriente de agua cuando ya no es contenida
por un dique. Energía que produce más energía y transformación. Para ello
solo es preciso abrir una pequeña compuerta: el cambio propio. La
transformación personal que no espera por nadie y se rinde tributo a sí
misma.
Una frase budista expresa que en toda persona con la que se interactúa se
debe ver a un maestro.
Toda relación, buena o mala, enseña algo. Ahora bien, como todo proceso
educativo es en esencia transformador, toda relación debiera servir para
cambiar algo que sea preciso. Éste es el premio, y no lo que en última
instancia suceda con la relación.
Una experiencia sirve para ser mejor persona en la siguiente etapa. Hasta
el momento en que se está preparado para sostener relaciones de mayor
calidad.
Los hábitos y las costumbres. Su importancia en el cambio.
¡Malos hábitos y malas costumbres! Estos forman parte de la problemática
que se produce en la relación con otras personas. Son a la vez insumo y
producto de los conceptos que se tienen de la vida.
Solo con fuerza de voluntad y método se pueden cambiar hábitos y
costumbres. Fuerza de voluntad para iniciar el proceso sin ceder un palmo
del terreno que se conquiste, y método para hacer factible el
cambio.
El método más fiable es el de los pasos pequeños y progresivos. En estos casos lo pequeño conquista el premio mayor en un proceso de
acumulación de victorias.
Y es que éxito sobre hábitos y costumbres se escribe con “e” minúscula. Y
si existe la gran victoria, el triunfo final o el éxito grandioso, éste no
es nada más que una suma delicada de éxitos con “e” minúscula. Logros
pequeños, concretas victorias.
Recomendaciones para propiciar y sostener el esfuerzo de cambio.
1.- Mantener claro y firme, el concepto siguiente: “si quiero cambiar el
rumbo de mi vida, debo cambiar yo”.
Nada cambiará alrededor en tanto no se produzca primero el cambio propio.
Si se necesita que el cambio se produzca, éste es el aliciente que debe
acompañar todo el proceso, por difícil y largo que fuese.
2.- Cada victoria sobre la dificultad construye una nueva y mejor
persona.
En el esfuerzo de sostener el proceso de transformación, cada día se es
mejor que el anterior.
3.- No retroceder nunca hacia un punto previamente alcanzado.
Este es terreno CONQUISTADO con mucho esfuerzo, y no se puede
ceder.
4.- Recordar que pocos pueden hacer lo que se está haciendo.
Al sostener un proceso de transformación personal, el hombre se incorpora
a un grupo selecto de personas que han salido de una situación mediocre y
cómoda.
5.- Éxito se escribe con “e” minúscula.
El cambio grande tiene que ser producto de pequeñas transformaciones,
objetivos alcanzables día por día, jornada por jornada.
El cambio completo se alcanza subiendo una escalera formada por peldaños
pequeños, uno a uno. Aquí no existen atajos, y el ascensor no lleva a
ninguna parte. Mientras más grande, difícil y desafiante el objetivo del
cambio, más debe fragmentarse en pequeñas etapas y desafíos.
Si la transformación personal se asociara a la fábula de la tortuga y la
liebre, esta última nunca podría salir victoriosa. Porque las fuerzas no
le alcanzarían para toda la jornada. El cambio no es una cuestión de
velocidad, es un asunto de método. Las fuerzas deben dosificarse.
6.- Ser disciplinado y tener respeto por uno mismo y por el
esfuerzo.
No dar margen a la debilidad. Cuando exista alguna circunstancia que
pueda ocasionar la pérdida de terreno conquistado, acordarse de todo el
sacrificio y esfuerzo invertido en llegar hasta allí.
El mundo ha demostrado que nadie tiene pena por uno si básicamente uno no
se tiene pena a sí mismo. No hay que olvidar que uno es quien está
cambiando, no el mundo alrededor.
7.- Ha llegado el momento de aprender a tener paciencia.
Si esta maravillosa virtud ha sido esquiva, ahora es cuando se la debe
rescatar, no hay mejor momento. ¡Paciencia! Capacidad para asimilar los disgustos y sinsabores que el proceso
presenta.
El hombre que ha decidido cambiar comienza a tomar consciencia de la
“fealdad” que siempre lo ha rodeado, y la naturaleza que tiene la
mediocridad. Porque ahora la reconoce “desde la otra orilla”. La
mediocridad sólo se ve y siente cuando se ha salido de ella.
El camino de la transformación personal es en realidad un puente
que conduce de la mediocridad a la virtud. En medio del puente se ve
y siente un turbión oscuro, rugiente, amenazador. Paciencia y paso firme.
El viaje es muchas veces largo y difícil, pero concluye con un
incomparable premio de grandeza.
8.- ¡Cuidado con las personas más cercanas, ellas son las que tienen
mayor poder para interrumpir el proceso!
No es extraño que la dificultad más seria se presente de esta forma. Las
personas más cercanas muchas veces forman parte del “statu quo” que no
cambia fácilmente.
Ellas serán, seguramente, las primeras beneficiarias del esfuerzo y la
victoria propia. Pero en el proceso pueden representar el obstáculo
principal. En este caso es bueno recurrir a las reservas más preciosas de
cariño y amor que se tenga por ellas.
9.- Y por último lo más lógico: el proceso de transformación personal es
un juego de “ganar-ganar”. Porque de hecho algo diferente se alcanzará al
hacer las cosas de manera distinta.
¿Qué se pierde? En realidad poco se arriesga, pero es muchísimo lo que se
puede ganar.
Fuente: https://elstrategos.com/el-cambio-de-uno-mismo-y-la-prosperidad/